Fuente: Cris Bouroncle/Getty Images.
Aunque la presidenta Boluarte y sus ministros insistan en fingir que la situación del país está dentro de lo normal, salvo por las alteraciones del orden público generadas por las protestas, lo cierto y evidente es que estamos sumergidos en una profunda y turbulenta anomalía. Ninguna salida a esta crisis será transitable mientras no se reconozca la medida exacta de su gravedad.
La mayor de esas anomalías, ciertamente, es que el Estado sea el causante, a través de sus fuerzas del orden, de la muerte de decenas de ciudadanos, y que esa cuenta se abulte cotidianamente como si la muerte fuera algo de rutina en cualquier sociedad que pasa por una tensión política o social. Eso no puede ser considerado aceptable ni siquiera como una fatalidad, menos aún como un curso de acción entre el menú de opciones de ningún Estado. El número de vidas humanas perdidas en el contexto de manifestaciones, pacíficas o violentas, es una pesada carga sobre el régimen democrático, o lo que queda de él, y es ya una hipoteca para el futuro político del país. Esa hipoteca no se disolverá en el aire. Es una página que no podrá ser pasada sin un esclarecimiento pleno de responsabilidades. Menos aún cuando, como se viene revelando sin pausa, en muchos de los casos la actuación de las fuerzas del orden ha estado ajena a todo respeto a las normas que rigen el uso de la fuerza. La información que ha circulado en los últimos días, sobre las circunstancias en que murieron ciudadanos de Ayacucho, a los que se atribuyó falsamente haber estado participando del intento de captura del aeropuerto, es una muestra contundente de los graves esclarecimientos y las responsabilidades por ser determinadas en el futuro cercano.
Esto no quiere decir, evidentemente, que se deba ignorar el componente de violencia que tiene la protesta social en distintas partes del país. Esa violencia existe. Ella implica la comisión de delitos por los que también habrá que responder. Y, como es evidente, esa violencia se traduce también en afectación de derechos de otros ciudadanos. No es admisible que desde ciertos sectores de la sociedad se pretenda presentar como normal la violencia social ni que se la presente confundida con el derecho ciudadano a manifestarse. De un modo paradójico e irresponsable, el discurso social que justifica la violencia –por ejemplo, diciendo que hay que ser violentos para atraer la atención– termina por estigmatizar a la inmensa mayoría de personas que, en todas las regiones del país, y afluyendo desde las diversas regiones hacia Lima, ejercen con firmeza su legítimo derecho a protestar pacíficamente. Es decir, es un discurso que de manera involuntaria coincide con el del gobierno; ambos comparten la tendencia a contaminar a toda la protesta, mayormente pacífica, con la imagen de la violencia. El gobierno lo hace para estigmatizar; ciertos sectores lo hacen para untar un barniz épico a las manifestaciones. El resultado es el mismo: arrinconar o marginar todo discurso orientado al entendimiento, la negociación, el diálogo y la paz.
Es cierto que hoy no se encuentra a la vista una salida al atolladero institucional, político y social en que nos encontramos. Se empieza a tantear algunas iniciativas para aquello que hoy parece improbable: una instancia de diálogo cuya autoridad moral y legitimidad sea reconocida por los diversos sectores en pugna. Es indispensable seguir buscando o creando esa instancia. Pero para que ella sea viable, un requisito indispensable es este: condenar la violencia; rechazar decididamente las pretensiones de presentarla como una nueva normalidad en el Perú de estos días.