Se conmemora hoy el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, y esta fecha ha sido elegida en nuestro país, además, para realizar una vez más la marcha Ni Una Menos.
El lema de esta marcha es “Las cosas no han cambiado”. Es un eslogan que define certeramente la situación en nuestro país. Es cierto que en el Perú, como en muchos otros países, se ha despertado en los últimos años una sensibilidad más aguda sobre la violencia contra las mujeres. Y se trata no solamente de que hoy en día, en el ámbito público, se denuncia con más frecuencia y resonancia dicha violencia, sino que, además, esta es comprendida y percibida más integralmente: actos que antes parecían tolerables o triviales o componentes inocuos de nuestra cultura callejera, hoy son vistos más frecuentemente como lo que son: agresiones, vulneraciones de derechos, ataques a la dignidad y, en última instancia, auténticos delitos cometidos cotidianamente contra las mujeres peruanas de toda condición. Y, sin embargo, sin ignorar ese avance, también es verdad que el país todavía carece de una decidida acción institucional y de un apropiado marco legal para defender los derechos de la población femenina.
El problema es, en realidad, más profundo. La insensibilidad y la indiferencia ante los abusos que las mujeres sufren por su sola condición de mujeres están todavía incrustadas en nuestra cultura, más allá de algunos pequeños sectores ilustrados. Los medios de comunicación propalan todavía una visión patriarcal de la sociedad y diseminan valores y actitudes machistas. En su expresión más general esta cultura cobra la forma de una actitud condescendiente hacia las mujeres en todas las esferas, incluso en el ámbito profesional; en su manifestación más inmediatamente nociva, estas actitudes y valores propagan la idea de la mujer como un sujeto con un rol subordinado a la voluntad y a la supremacía masculina. De ahí la violencia no solamente sexual, sino de todo tipo, que va desde el feminicidio hasta la discriminación laboral o la marginación de las mujeres en el desempeño de funciones públicas.
Como correlato de esta situación cultural está la inercia institucional y normativa. En el último año hemos presenciado la decisión del Congreso, bajo el dominio de Fuerza Popular, de desmantelar las pocas normas específicamente orientadas a la defensa efectiva de los derechos de las mujeres. Esa arremetida contra una normatividad necesaria ha tenido lugar como parte de una campaña más amplia, y también más enconada, de proscribir la aplicación del enfoque de género en las diversas políticas del Estado, empezando por la política de educación.
Mientras esto sucedía, el país ha presenciado la lenidad con la que la administración de justicia trata todavía muchos casos de violencia contra las mujeres. Y si bien, como producto de la exposición en medios de comunicación, esos casos motivan oleadas de indignación ciudadana, esta no se llega a concretar en acciones institucionales que hagan prever un cambio significativo de la situación.
Es necesario, por tanto, insistir, como se dice en el lema de la marcha Ni Una Menos, en que “las cosas no han cambiado”. Lograr un cambio no es únicamente una obligación cívica y humanitaria del Estado peruano, sino también una obligación internacional. “Lograr la igualdad entre los géneros y empoderar a todas las mujeres y niñas” es uno de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible establecidos en el sistema de las Naciones Unidas y es, por lo tanto, una meta del Estado peruano.