Además del alto y fundamental significado espiritual que tiene la elección del papa León XIV para el mundo católico, esta posee una indudable importancia política para el planeta entero. De hecho, la separación entre espiritual y político, si bien correcta, puede resultar innecesaria si se tiene en cuenta los grandes dilemas que enfrenta el mundo en estos años, y el papel que el jefe de la Iglesia Católica está llamado a cumplir frente a ellos. Pues lo que está en juego en estos tiempos –el consenso sobre el respeto a los derechos humanos y la dignidad de todas las personas– es un espacio en el que conviven valores centrales del catolicismo y los principios seculares que sostienen a la democracia y a la justicia.
Experimentamos, como es sabido, una perniciosa tendencia hacia el resurgimiento mundial del autoritarismo, la intolerancia, el maltrato a diversos tipos de minorías, el culto a la fuerza en las relaciones entre naciones, la denegación de derechos y otras formas de regresión política y moral. Esa tendencia comenzó a hacerse particularmente visible desde inicios de siglo en Europa, donde fue estimulada por las corrientes migratorias desde regiones del mundo bajo graves crisis económicas o de seguridad, pero recibió un impulso mayor desde la primera presidencia de Donald Trump en EE.UU., y ese impulso se ha redoblado desde el inicio de su segunda presidencia. En ese contexto, el pontificado del papa Francisco constituyó una de las pocas voces de alcance global en defensa de una cultura humanitaria bajo ataque, y tras su deceso se abrió la gran interrogante sobre cuál sería el camino seguido por su sucesor.
La elección del cardenal Robert Prévost, hoy papa León XIV, genera una fundada expectativa en que, si bien con un sello particular, como es de esperarse, esa voz en defensa de la dignidad humana será mantenida. La trayectoria del nuevo Pontífice –su labor pastoral y misionera, sus tomas de posición más recientes ante los gestos autoritarios en EE.UU. y varias acciones más— sustentan esa expectativa. También se ha señalado que apunta en esa dirección la elección del nombre de León XIV, que remite a la figura del gestor inicial de la Doctrina Social de la Iglesia, el papa León XIII, y hay quienes recuerdan que León fue, además, el nombre del más cercano discípulo de Francisco de Asís.
No se puede dejar de mencionar el significado particular que esto tiene para el Perú, dada la larga trayectoria del nuevo papa en nuestro país y el hecho de que sea, de hecho, un ciudadano peruano por elección. El saludo enviado a la diócesis de Chiclayo en su primer mensaje al mundo como Sumo Pontífice nos habla de un genuino afecto al que los peruanos y las peruanas ha respondido con emotividad. Más allá de eso, se ha recordado en estos días que la trayectoria pastoral y misionera del actual papa León XIV en el Perú estuvo siempre marcada por una vocación de solidaridad y de respeto a los derechos de la ciudadanía, en particular de la más necesitada y marginada. Y eso, que está situado sobre todo en el ámbito moral, puede tener también una significación política en un país que hoy en día procura con muchas dificultades salvar su democracia frente al cotidiano embate autoritario de sus más altas autoridades en el Poder Ejecutivo y en el Congreso.