Alejandro Toledo ha sido hallado responsable de los delitos de colusión y lavado de activos y condenado a veinte años y seis meses de prisión. La sentencia del Segundo Juzgado Penal Colegiado de la Corte Superior Nacional, dictada ayer, lunes 21 de octubre, pone fin por ahora –la defensa apelará a otra instancia– a un largo proceso durante el cual el expresidente intentó por todos los medios sustraerse a la justicia. En medio del descalabro institucional del país, resulta satisfactorio que en este caso se haya dado un paso decidido contra la impunidad y hay que exigir que este sea seguido por otros, a pesar de los obstáculos a la lucha contra la corrupción que el gobierno y el Congreso levantan sistemáticamente.
En este proceso queda establecida la responsabilidad de Toledo en un esquema de corrupción por el que reclamaba beneficiarse con 35 millones de dólares a cambio de entregar una multimillonaria concesión a la empresa Odebrecht y otras empresas asociadas. Más allá de la responsabilidad penal de Alejandro Toledo, el proceso tiene una diversidad de aristas que no deben ser pasadas por alto.
La primera de ellas es que el caso en cuestión involucra por sí mismo a varios actores más de la “elite” –si es que es aplicable este término– política y empresarial peruana, que también tienen, por tanto, cuentas que rendir ante la justicia. La pertinente condena a Toledo no disipa, en realidad, el clima de impunidad que todavía prevalece en torno de los casos Odebrecht-Lava Jato. Todavía el sistema de administración de justicia tiene, como inmensa tarea pendiente, llevar a término investigaciones y procesos judiciales abiertos a expresidentes y otras autoridades y personajes del mundo político y empresarial. La valoración judicial en el caso de Toledo, por lo demás, tiene elementos que pueden ser relevantes para los otros casos que involucran a expresidentes o candidatos, por ejemplo, en lo que atañe a la figura de lavado de activos.
La segunda cuestión, implícita en la primera, es que el proceso a Alejandro Toledo constituye también, figuradamente, un proceso a una situación estructural: el esquema de captura del Estado por parte de intereses corporativos mediante el uso de la corrupción como arma de infiltración y control institucional, una práctica que prevalece en el Perú desde hace décadas, y que, en sentido general, no es disociable del ordenamiento económico vigente. Una lectura del caso Toledo o de los casos que involucran a Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski o Martín Vizcarra, entre otros nombres mencionables, tendría que llevar a un juicio crítico sobre el statu quo corrupto que se gestó ya a fines del siglo XX, pero que ha sido mantenido y desarrollado, actualmente con nuevos rostros y modalidades, hasta el día de hoy.
Un tercer asunto relevante es que, en medio de las suspicacias que generan hoy en día las actuaciones de las diversas instituciones, y sin negar problemas perceptibles en el mismo Ministerio Público, el proceso a Toledo y su condena muestran que, pese a todo, todavía existen reductos de actuación estatal imparcial y de acuerdo con el derecho, y que los juicios por corrupción no son, como pretende interesadamente cierto sector, simples actos de persecución política. En el Perú se han cometido graves delitos contra la administración pública, lo que siempre se traduce en afectaciones a los derechos de la ciudadanía, y sus presuntos responsables deben ser procesados. Eso es válido para este vergonzoso y repudiable caso, en el que el primer presidente de la transición optó por traicionar a la sociedad que lo eligió y a las expectativas de reconstrucción democrática del país, y es válido para los casos de hoy, de mayor o menor envergadura, pese a los planes de impunidad que traman semana tras semana el gobierno y el Congreso.