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Editorial 5 de marzo de 2024

Las denuncias públicas sobre el ejercicio abusivo del poder por personajes del núcleo del gobierno, incluyendo al primer ministro Otárola, son numerosas. Hablamos de revelaciones periodísticas y de otra índole sobre actos irregulares diversos como favorecimiento indebido de personas, contrataciones irregulares y diversas maneras de uso arbitrario (e inclusive ilegal) del patrimonio público. Ninguna de esas denuncias es objeto de una investigación seria y profunda, lo que da una medida del profundo debilitamiento de la lucha contra la corrupción en el país.

La exposición pública de grabaciones que retratan vergonzosamente al primer ministro Otárola son, así, en cierto sentido, una raya más al tigre. Pero lo peor que le puede pasar a un país ya abrumado por el uso abusivo del poder político es acostumbrarse a la arbitrariedad y la irregularidad: acostumbrarse a la indignidad pública. Así, la exposición pública de la que hoy se habla es una cuenta más de un rosario de indignidades, pero es a la vez un escándalo en sí mismo para que el que hay que exigir consecuencias concretas.

La cronología exacta de los hechos –de la conversación grabada, de las contrataciones producidas—está por ser establecida. También está por ser aclarada la trama de refriegas por el poder –o, más explícitamente, por el control del bien público— que está detrás. Ya sabemos que en el Perú de hoy la política está prácticamente reducida a pugnas entre intereses oscuros y que las denuncias que se cruzan cotidianamente entre políticos rara vez son actos desinteresados en defensa de la legalidad o de la ética pública. Pero más allá de esas precisiones, que sin duda tienen que ser realizadas para un conocimiento exacto de la situación, ya hay hechos concretos: contrataciones que sí se hicieron, usos arbitrarios (por decir lo menos) de recursos del Estado y, con probabilidad, también una situación de acoso sexual por parte de un alto funcionario. La ciudadanía no tiene por qué tolerar nada de eso.

Pero, dicho todo esto, hay que señalar una triste paradoja, y es que remitir esta vergonzosa situación a la idea de una crisis ministerial y a la demanda de un relevo ministerial es, en el fondo, propalar un discurso condescendiente hacia el gobierno y, más ampliamente, hacia el elenco político que hoy ocupa las más importantes instituciones del país. Pensar que un cambio de ministros sanea la situación y, como se suele decir, “oxigena” el ambiente político es trivializar la crisis profunda y generalizada de la democracia: equivale a convertir en una crisis “normal”, “ordinaria”, lo que es, en realidad, un proceso cotidiano, incesante e ilimitado de demolición de la democracia y el Estado de Derecho. En el núcleo de esa demolición está, ciertamente, la negación total del gobierno a asumir responsabilidad por el medio centenar de peruanas y peruanos muertos por la fuerza pública bajo la autoridad del actual primer ministro. En resumen, esta puede ser una crisis ministerial. Pero reducirla a esos términos equivale a simplemente a adoptar la gramática autoritaria y la normalización de la arbitrariedad que cada día se apoderan más del país.