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Editorial 25 de marzo de 2025

La presidenta Boluarte ha nombrado a su séptimo ministro del Interior en dos años y tres meses de gobierno. La enorme inestabilidad de la política de seguridad pública se corresponde directamente con la creciente delincuencia, cada vez más violenta, y con la creciente percepción de inseguridad entre la ciudadanía. La criminalidad avanza sin frenos y sin que el gobierno proponga ningún plan sistemático para ponerle atajo. Hoy en día concentra la atención la ola de asesinatos vinculados con las actividades de extorsión de diversos grupos criminales. Esos asesinatos, por lo demás, son la expresión más grave de la extorsión, pero debajo de ellos está toda una estela de despojos, coacciones y amenazas que tienen sometidas a largas porciones de la actividad comercial y de servicios del país. Todo ello data de mucho antes de este gobierno. Todo ello ha ido empeorando ante la pasividad o la incapacidad o también, incluso, la colusión de sucesivas gestiones, y la actual no es la excepción sino, tal vez, la manifestación más grave de todo aquello.

El séptimo ministro del Interior llega rodeado de cuestionamientos referidos a cargos de corrupción. El ministro saliente también tiene bastante que responder no solo por su radical ineficiencia sino además por acusaciones de corrupción. Es emblemático de este gobierno –pero igualmente de varios gobiernos anteriores– que las más altas responsabilidades de Estado sean conferidas sistemáticamente a personas con trayectorias opacas o turbias, y de competencias muy dudosas para las funciones que son llamadas a cumplir. Es muy grave que eso suceda en sectores de los que depende literalmente la vida de la población. Estamos instalados en el reino de la irresponsabilidad en el doble sentido de la palabra: en el de la desaprensión frente a los deberes asumidos y los daños que se causa a la población, y el de la negativa total a responder por las faltas cometidas.

La presidenta se convierte en el emblema de esa actitud. Tras la censura del ahora exministro Santivañez se ha reafirmado en su defensa. Y reitera el argumento ya adoptado desde hace tiempo: para ellos el problema del país no es este crecimiento descontrolado del crimen y la inseguridad ni las decenas de asesinatos que se acumulan semana tras semana ni la multiplicación de ataques con armas de guerra incluso a los colegios, sino el que la prensa independiente y las organizaciones de la sociedad civil investiguen y denuncien lo que está sucediendo.

Desde un punto de vista realista, no cabía pensar que la remoción del ministro Santivañez fuera a dar paso a un replanteamiento de la política contra la delincuencia a través de la llegada de un titular del sector con demostradas competencias y con una ejecutoria impecable. Se trataba, más que nada, de demandar que al menos se asumieran las responsabilidades políticas mínimamente exigibles. La actitud general del gobierno, lamentablemente, no deja espacio para pensar que se ha tomado conciencia de las responsabilidades ni que exista una voluntad de diseñar una política destinada a salvar la vida de los peruanos y peruanas expuestos hoy a una criminalidad rampante.