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Editorial 19 de septiembre de 2023

Fuente: Andina

Una vez más se recurre a la declaración de un estado de emergencia como instrumento para la lucha contra la delincuencia. Esta vez la medida involucra a un distrito de Piura y a dos distritos de Lima. Uno de estos dos, San Juan de Lurigancho, cuenta con una población superior a 1 millón 200 mil personas. Es decir, es un distrito que, por separado, contaría como una de las ciudades más grandes del país.

Este es un recurso repetitivo que se apoya, para validarse, en la sensación de zozobra que impera entre la ciudadanía. Según se incrementa la delincuencia o la percepción de inseguridad en las ciudades, la población se muestra más propensa a aceptar e incluso a aprobar medidas de carácter excepcional. Se reclama tener, al menos, la impresión de que el Estado está haciendo algo por la seguridad ciudadana. Y los gobiernos, al parecer incapaces de ofrecer soluciones reales, se refugian en esa respuesta automática. Hoy en día, por lo demás, esas tácticas se benefician de un estado de ánimo que favorece gestos autoritarios. El entusiasmo entre políticos y en la opinión pública por el así denominado Plan Bukele y otros enfoques parecidos es una muestra de ese clima.

Y, sin embargo, hay que insistir en las diversas razones por las que el recurso repetitivo o automático a estado de emergencia debe ser visto con cautela y observado críticamente. Una de esas razones es que en realidad no existe, en nuestra experiencia, mayor evidencia convincente de que los estados de emergencia sirvan al propósito de controlar la delincuencia. En el mejor de los casos, y esto es apenas hipotético, lo que sucede es que las organizaciones delictivas se trasladan a otras circunscripciones (distritales, provinciales, regionales) donde puedan operar libremente. Es decir, se desplaza el problema, no se lo soluciona.

Otra razón es que, incluso si o cuando se produce un resultado perceptible, este no resulta sostenible en el largo plazo. Los estados de emergencia caducan y no pueden ser prorrogados, indefinidamente. (Y si son prorrogados indefinidamente, entonces estamos ante un serio problema de suspensión de la democracia y el Estado de Derecho). Al ser medidas de excepción, orientadas estrictamente al control físico de la situación, los estados de emergencia no producen ni buscan una modificación real de los factores subyacentes al problema ni de las políticas públicas y la institucionalidad orientadas a combatirlo. Concluida la medida, la situación reaparece intacta.

Esto puede ser formulado también de otro modo. En la medida en que se confía –o se simula confiar—en ese tipo de soluciones, se posterga indefinidamente toda iniciativa real de reforma institucional, no solamente de la policía, sino también de los procesos de la administración de justicia directamente vinculados con el problema. El gobierno se confina a la búsqueda de soluciones epidérmicas, de corto plazo y que no requieren un verdadero esfuerzo de gobernanza (lo cual incluye gestión política, negociación, forja de acuerdos), y abandona sine die toda respuesta genuina al fenómeno.

A estas razones de índole práctica subyace, con una importancia especial, una razón que atañe a la vigencia misma de la democracia y el Estado de Derecho en el Perú. Se trata del riesgo que la figura de estados de emergencia supone para los derechos humanos –la vida, la integridad física, las libertades– de la población. Este es un riesgo permanente frente al cual toda precaución y toda vigilancia son necesarias. Pero hay que decir además que, en el Perú de hoy, cuando el Estado parece haber perdido la autocontención en el uso de la fuerza, como lo mostraron trágicamente las muertes causadas durante las protestas de inicios de este año, la alarma es todavía más justificada. Colocar a la población bajo control policial y militar en el Perú de hoy, cuando aún no hay asomo de respuestas sobre los graves abusos cometidos, es una decisión preocupante en sí misma, más allá de la ya mencionada inefectividad en el largo plazo de las medidas de esta clase.