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Editorial 10 de diciembre de 2024

No es sencillo resumir las diversas dimensiones de la irresponsabilidad en que incurre la presidenta Dina Boluarte al hacer un llamado a reimplantar la pena de muerte en el Perú. La demanda de “abrir el debate” sobre la pena de muerte que acaba de hacer es una reacción al reciente asesinato de una niña de doce años. Se plantea como una sanción máxima para violadores de menores de edad. Pero, como se sabe, estos gestos demagógicos del gobierno y el Congreso cambian de objetivo según cambian las noticias del día. La semana pasada el ministro de Justicia, Eduardo Arana, se declaró favorable a considerar la aplicación de la pena de muerte por delitos de sicariato.  Lejos de brindar algún argumento jurídico para ello, dijo que sentía estupor por los crímenes que se cometían; del mismo modo, Boluarte alega como fundamento de la medida que “no podemos permitir que, en las calles, caminen libres tipos como estos”. Y, para completar el cuadro, le pide a la Policía “reforzar las herramientas y mejorar el accionar con el fin de proteger a los niños del país contra los agresores sexuales”, como si eso no estuviera en manos de su gobierno y como si eso no fuera, precisamente, su responsabilidad.

Una primera dimensión de esa irresponsabilidad es, en efecto, la de carácter jurídico. Plantear la reimplantación de la pena de muerte implica, en primer lugar, ignorar las obligaciones jurídicas del Estado peruano como Estado parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, o Pacto de San José. Frente a ello, los que proponen esa medida empiezan por sugerir que el Perú se sustraiga a esas obligaciones mediante la denuncia del tratado. Más allá de la ligereza con que se propone esto último, ignorando la complejidad legal de ese extremismo, hay que decir que ello significa, a la larga, despojar a la población peruana de un robusto marco legal y jurisdiccional internacional que es el último recurso de la ciudadanía para reclamar el respeto de sus derechos. Se trata, así, de una suerte de expolio y desmantelamiento jurídico que evidentemente atenta contra los derechos humanos y, más ampliamente, contra el régimen democrático en sí mismo.

Una segunda dimensión reside en el absoluto desinterés de miembros del gobierno y del Congreso en ofrecer algún argumento serio sobre la conveniencia de esa medida para hacer frente a la situación de criminalidad. No se menciona ningún estudio empírico sobre cómo la pena de muerte podría servir para cumplir los objetivos que se proponen ni mucho menos se considera la posiblidad del error judicial –algo que debería ser de prioritario interés en un país como el Perú donde la administración de justicia todavía está necesitada de significativas mejoras o reformas. En ausencia de ello, queda claro que la propuesta es únicamente un acto retórico, un gesto que poco o nada tiene que ver con una política de Estado para enfrentar el crimen, fortalecer la seguridad ciudadana y garantizar los derechos de la población. Es, más bien, un ejemplo más –tal vez el ejemplo paradigmático—de eso que hoy se ha dado en llamar populismo punitivo.

Y esto conduce a considerar una tercera dimensión: algo que define al populismo es gobernar mediante ademanes efectistas en vez de hacerlo con acciones efectivas. Se simula ante la población estar dando la máxima prioridad a la atención de un problema, cuando en realidad solo se lo está ignorando. Ofrecer la implantación de la pena de muerte es una manera de desviar la atención de la responsabilidad crucial del gobierno (y del Congreso). En ausencia de políticas de seguridad ciudadana –ahí está la “exhortación” de la Presidenta a que la policía fortalezca su acción, como si la policía no dependiera de un Ministerio del Interior y este, a su vez, de un ministro nombrado por la Presidenta—se ofrece ejecuciones judiciales. ¿Se comprometerá la Presidenta a decir cuántas ejecuciones se necesitan para restaurar la seguridad ciudadana? La conclusión de todo esto es que el gobierno no le ofrece a la ciudadanía la elaboración y la aplicación de una política seria, responsable y efectiva contra la criminalidad y en defensa de sus derechos, sino solamente una medida por principio antijurídica cuyo único resultado concreto podría ser disimular o encubrir su negligencia e infligir un golpe más al orden democrático en el país.