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Editorial 11 de diciembre de 2023

La semana pasada se cumplió un año del fracasado golpe de Estado de Pedro Castillo, su consiguiente destitución por el Congreso de la República y la asunción de la Presidencia de la República por Dina Boluarte. El enunciado de esa secuencia es escueto, pero esta remite a la crisis más grave vivida por el Perú en lo que va del siglo, una crisis que involucra la violación masiva de derechos humanos y la muerte de decenas de personas por acción del Estado, hechos trágicos sobre los que el país todavía no recibe una respuesta aceptable. Se puede decir que el 7 de diciembre de 2022 se inauguró el ciclo último de la descomposición de la democracia peruana, un proceso cuyos orígenes pueden ser rastreados varios años atrás.

La competencia política por hacer prevalecer una descripción y una valoración de lo sucedido es y será indefinida. Pero hay ciertos hechos incontrovertibles, y la recuperación de la democracia no será posible sin que ellos sean aceptados y sin que las responsabilidades correspondientes sean reconocidas.

Es un hecho que Pedro Castillo ganó legalmente la Presidencia de la República en junio de 2021 y que su legítimo derecho a gobernar fue desconocido desde el primer día por una coalición de fuerzas en la que se combinan orientaciones autoritarias, la defensa de negocios que bordean la ilegalidad y compromisos abiertos con la corrupción. La negativa del grupo perdedor, el de Keiko Fujimori, a reconocer su derrota fue una manera irresponsable y perversa de socavar el orden democrático que ya era carcomido por ese mismo grupo desde su derrota del año 2016. Pero es innegable, también, que desde el primer día de su mandato Pedro Castillo exhibió un mayúsculo desinterés en constituir un gobierno funcional, que sirviera para atender las grandes necesidades de la población, y en particular las de los más pobres. Esta fue una irresponsabilidad por omisión y por acción: por el nombramiento de personas completamente inapropiadas para altos cargos de gobierno, sin importar que así se dejaba desprotegida a la población que más necesita de la acción eficiente del Estado; y por la rápida proliferación de la corrupción en diversos niveles del gobierno, incluyendo los más altos. No se debe omitir en esta cuenta las decisiones claramente regresivas del gobierno, por ejemplo, en la paridad de género en el gabinete de ministros y las acciones contra la Educación Intercultural Bilingüe. Si es pertinente mencionar estos hechos es porque, más allá de la política, ellos representaron una tendencia contraria a la atención y la garantía de los derechos humanos de la población y, en particular, de los de la más vulnerable.

Es un hecho, sin embargo, que todo lo mencionado no constituía una justificación constitucional o legal para la vacancia presidencial y que había una oposición política, y también mediática, empeñada en destituir al entonces presidente Castillo con cualquier pretexto, incluso con interpretaciones abusivas del texto constitucional. Es un hecho, finalmente, que al dar el golpe de Estado de hace un año Castillo dio al Congreso la oportunidad que este buscaba, y no encontraba por sí solo, para declarar vacante el puesto de presidente. La conjunción entre una oposición que se proclamaba, con completa falsedad, defensora de la democracia y opuesta a la corrupción, y un gobierno empantanado en la defensa de sus intereses de grupo y de gremio, abrió este último ciclo de la crisis, en el que ahora nos encontramos.

Desde entonces, el país ha vivido doce meses de degradación institucional indetenible al compás de un entendimiento entre el Congreso y el gobierno de Boluarte, que solo ahora muestra algunas posibles fisuras. Evidentemente, al hacerse el balance del periodo tiene que figurar en primer lugar el número de muertes producidas por el uso desproporcional de la fuerza del Estado en el contexto de las protestas, muertes que implican graves violaciones de derechos humanos. Si la pérdida de tantas vidas humanas (a lo que hay que sumar los centenares de personas heridas) es simplemente intolerable, también lo son el silencio y la indiferencia con que el gobierno y el Congreso tratan ese tema y la renuencia a asumir sus responsabilidades, al parecer creyendo que el solo de paso del tiempo permitirá evaporarlas. Pero esas responsabilidades tendrán que ser asumidas tarde o temprano.

Ese trágico balance, que nos habla del regreso del autoritarismo como forma de gobierno, tiene como correlato la indetenible demolición institucional del país por obra principalmente, pero no únicamente, de los grupos que controlan el Congreso de la República: la captura de instituciones que son consideradas indispensables para mantener el Estado de Derecho es el signo mayor de esa demolición, pero lo son también las decisiones que destruyen reformas en marcha, como la de las universidades del país, mediante el secuestro de la SUNEDU. Una vez más, hay que decir que más allá de la controversia política, estamos ante hechos que afectan gravemente la garantía de los derechos humanos en el Perú. Y hay que precisar, también, que esta tarea de demolición no es únicamente un empeño de los grupos mayoritarios, sino una auténtica empresa colectiva que involucra, salvo minúsculas excepciones, a todos los grupos presentes en el Congreso, sin distinción de color político. Lo que determina los votos a favor o en contra de cualquier propuesta antidemocrática o favorable a la corrupción no es ningún ideario ni programa, sino únicamente los pactos que sellen y los favores que intercambien los grupos políticos, ya sea para favorecer algún negocio, para acceder a alguna cuota adicional de poder o para asegurarse la impunidad frente a posibles investigaciones judiciales.

Este ciclo que ya dura un año todavía no ha concluido. La semana pasada la Junta Nacional de Justicia suspendió a la Fiscal de la Nación, que no ha sido una participante menor, sino todo lo contrario, en esta dinámica de descomposición del Estado de Derecho. Todavía no se sabe a ciencia cierta qué decisiones se tomarán, si es que se toma alguna, para sanear la situación del Ministerio Público. En todo caso, está claro que este es solo un aspecto de una crisis múltiple: una democracia secuestrada por las autoridades que deberían garantizarla, un Estado de Derecho erosionado diariamente por quienes tienen la obligación de sostenerlo.

El resumen de este año es, pues, un régimen en crisis terminal, con autoridades cuya impopularidad y cuyos sucesivos atropellos al Estado de derecho se traducen en ilegitimidad. El 7 de diciembre de 2022 fue durante unas horas de la mañana un sainete grotesco, pero pronto se convirtió en un drama que ya dura doce meses.