Con un intervalo de pocos días la Defensoría del Pueblo anunció un ataque contra el derecho a la verdad y a la memoria de la sociedad peruana y después desistió de esa acción. Estamos hablando de la orden dada al Centro de Información de la Memoria Colectiva y Derechos Humanos en el sentido de bloquear el acceso al acervo documental de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, y de la pronta revocatoria de dicha orden.
El caso merece atención y comentario porque ilustra al menos dos tendencias presentes en la actual coalición gobernante, donde se agrupan el Poder Ejecutivo y el Congreso: de un lado, su declarado interés en desmantelar, neutralizar o corromper la institucionalidad democrática del país y, como parte de ello, las políticas y agencias estatales vinculadas con la defensa de los derechos humanos; de otro lado, la improvisación y desarticulación de las decisiones públicas, lo que delata que varias decisiones de gravedad surgen de la inquina, la arbitrariedad y las conveniencias de grupo, no de deliberaciones meditadas y razonadas en función de su utilidad pública y de su idoneidad jurídica.
Como señalamos en el pronunciamiento que emitimos cuando se supo la primera noticia, este intento de secuestrar la verdad y la memoria impidiendo el acceso a casi 17 mil testimonios, así como a la ingente documentación de la CVR, forma parte de una campaña que lleva ya un tiempo en marcha. El antecedente inmediato ha sido la intervención del Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social mediante la destitución de quien era su director, el historiador Manuel Burga. Desde la remoción del doctor Burga el LUM ha visto sus actividades notoriamente reducidas y es de temer que se tenga en proyecto cambios mayores que terminen por tergiversar la representación de los años de violencia que actualmente alberga dicho espacio de memoria. Es un tema sobre el que la ciudadanía debe estar en permanente alerta.
El retroceso de la Defensoría respecto del secuestro del patrimonio documental de la CVR es, desde luego, un hecho positivo, pero que no disipa la inquietud generada por la decisión inicial. Es claro que estamos ante un intento de borrar la memoria del conflicto armado interno, al menos en cuanto a lo que resulta incómodo para el poder político.
Por otro lado, como se ha señalado, el dar una orden así de grave y contraria a las obligaciones del Estado para dejarla sin efecto a los pocos días es testimonio de un proceder errático e improvisado, que aparece conducido no por un criterio jurídico, enfocado en los derechos de la población, como debería serlo todo acto de la Defensoría del Pueblo, sino por simples intereses de grupo. Estamos lejos de políticas de Estado coherentes, apegadas siempre al interés público y fundadas en principios jurídicos inobjetables. Prevalece, en cambio, la arbitrariedad. Esta vez, a diferencia de lo que viene ocurriendo en varios otros ámbitos de la vida nacional, esa arbitrariedad ha quedado sin efecto. Pero la sociedad peruana debe estar atenta y vigilante ante futuros atentados contra el orden democrático.