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Editorial 27 de junio de 2023

Foto: Congreso de la República del Perú.

En el informe sobre la Situación de Derechos Humanos en el Perú en el Contexto de Protestas Sociales emitido en abril de este año, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) hace diversos señalamientos sobre el riesgo en que se encuentra la institucionalidad democrática del país por las decisiones del Congreso. 

En el parágrafo 58, al comentar iniciativas con la intención de controlar el Jurado Nacional de Elecciones y la ONPE, dice que “(l)as reformas constitucionales que adopte el Congreso deben procurar un genuino balance de poder por medio de la adopción de criterios objetivos y transparentes; así como rodear de garantías de legitimidad y credibilidad al Sistema Electoral y al Poder Judicial para ejercer sus mandatos con independencia y autonomía”. Ya en la sección de conclusiones y recomendaciones señala que el Estado debe “(a)bstenerse de adoptar reformas legislativas o constitucionales que debiliten la autonomía e independencia del Sistema Nacional Electoral o del Poder Judicial” (recomendación 22) y que se debe “(d)elimitar las figuras de acusación constitucional, vacancia presidencial por incapacidad moral permanente y disolución unilateral del Congreso, de forma que precisen, con parámetros claros y objetivos, las conductas sancionables y sus correspondientes consecuencias” (recomendación 23).

En el tiempo transcurrido desde la presentación de dicho informe el Estado peruano, y en particular el Congreso de la República, han dado muy pocas –en realidad, ninguna– señal de acatamiento a las recomendaciones formuladas por la CIDH para la conservación de elementos básicos de la institucionalidad democrática en el país. Todo lo contrario. Mientras el gobierno no ha expresado ningún reconocimiento de los abusos cometidos ni manifestado mayor interés en hacer justicia y en enmendar su comportamiento, el Congreso ha seguido adelante con decisiones que desmontan pieza por pieza la arquitectura democrática del país.

Ya se ha comentado suficientemente, por ejemplo, lo que significó seguir adelante con la imposición de un Defensor del Pueblo (con credenciales dudosas). En la última semana hemos presenciado la inhabilitación de la fiscal Zoraida Ávalos, un gesto del Congreso que confirma su voluntad de manipular las instituciones del Estado de Derecho.

Este hecho trasciende largamente al caso específico de la fiscal Ávalos. Habla, más ampliamente, de un Legislativo que no reconoce límites al ejercicio arbitrario de su poder, y que a estas alturas no está preocupado siquiera por la imagen profundamente antidemocrática que exhibe ante el país entero. Estamos, así, ante un poder que no se ve inhibido de tomar decisiones interesadas ni por la observación de organismos internacionales ni por su imagen ante la opinión pública ni por las protestas masivas de la población ni por la desaprobación de casi 90 por ciento que registran de manera consistente las encuestas de opinión pública.

Estamos ante una deriva evidentemente autoritaria, en la cual el Congreso y el gobierno avanzan paralelamente, que puede terminar en el control y sometimiento del sistema de administración de justicia y de los organismos electorales. Es decir, estamos al borde una situación en la cual no se podría hablar de una democracia en el Perú, ni siquiera si reducimos el concepto a su expresión más reducida y formal. Hoy no se ve qué podría detener este curso de demolición en un país que se está quedando sin iniciativas auténticamente democráticas con audiencia efectiva entre la población.