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Editorial 1 de abril de 2024

Más allá de las incidencias y el resultado de la investigación fiscal sobre la presidenta Dina Boluarte a raíz de su ostentación de relojes de lujo de precios exorbitantes, todo lo que rodea este episodio transmite una poderosa y deprimente imagen –una más—de la grave descomposición de la vida pública peruana, en particular en lo que atañe a la conducta de autoridades y representantes.

Está, en primer lugar, la recurrente exhibición de accesorios de lujo por parte de la Presidenta, un despliegue que, en términos generales, puede ser un asunto privado, pero que no lo es cuando se trata de una autoridad que tiene la obligación de transparencia sobre su patrimonio. Cuando esa transparencia no existe estamos más allá del terreno de los gustos personales. Se trata de un asunto público sobre el que la sociedad y las instituciones tienen el derecho de formular preguntas y pedir explicaciones.

En segundo lugar, aparece la negativa sistemática a ofrecer tales explicaciones. Tanto la jefa de Estado como el primer ministro se han expresado desde el comienzo con un discurso evasivo, con respuestas que tratan de restar importancia al asunto o de darlo por resuelto con explicaciones vagas y genéricas. En algunos casos se llega hasta a amonestar a los reporteros de los medios de comunicación por sus recurrentes preguntas sobre la cuestión, cuando estos están cumpliendo con su deber. Y como parte de esta actitud evasiva se cuentan también los intentos de la Presidenta de presentar los cuestionamientos que se le hacen como un ejemplo de discriminación étnica o de género, en lugar de ofrecer respuestas claras a la opinión pública. La vocación de opacidad que muestra el gobierno sobre este caso, como sobre muchos otros, solamente agrava la situación.

En tercer lugar, y yendo más allá del manejo del gobierno y de la investigación fiscal, están las explicables dudas de la opinión pública sobre el sentido político del caso. Desde hace tiempo se ha hecho difícil en el Perú creer en la sinceridad de las denuncias que un grupo político lanza contra otro grupo. Por lo general, en lo que se refiere a los grupos que ocupan el gobierno y el Congreso, hemos visto que las acusaciones o las denuncias de corrupción son solamente instrumentos que cada uno usa a conveniencia para logar algún fin muy concreto. Y en esa dinámica se han producido, a la vez, laberínticos –y, en realidad, deshonestos— cruces de lealtades, pactos y connivencias, de manera que la política diaria es percibida simplemente como un mercado donde se compra y se vende favores, sean estos el apoyo a una acusación o la protección (“blindaje”) a algún personaje acusado. Las recurrentes preguntas sobre quién ataca a quién o quién defiende a quién en este caso dan una medida de la distorsionada naturaleza de la escena pública.

Y está, por último, el tema que nunca debe quedar fuera de la atención pública, y es que más allá de las respuestas que se de en este caso, y más allá de los paliativos que se busque con cambios ministeriales, el gobierno tiene todavía pendiente el deber de responder y hacerse responsable por el medio centenar de vidas segadas por la violencia estatal durante las manifestaciones del año 2023. Es una deuda que no puede prescribir ni puede pasar a segundo plano ni siquiera por casos tan estridentes como este que hoy ocupa al país y cuyas consecuencias todavía están por verse.