Por Carlos Piccone Camere (*)
El catolicismo en América Latina, profundamente enraizado en la religiosidad popular, el imaginario colectivo y las prácticas culturales, enfrenta un desafío contemporáneo que trasciende las meras estadísticas de afiliación religiosa. La paradoja que surge es la siguiente: ¿cómo es posible que, a pesar de la adhesión mayoritaria a una fe basada en las enseñanzas evangélicas de Jesucristo y respaldada por una Doctrina Social de la Iglesia que promueve una opción preferencial por los pobres, centrada en principios de justicia, compasión y solidaridad, la región continúe experimentando alarmantes niveles de corrupción, desigualdad social y crisis éticas?
Según el último informe del Latinobarómetro, la afiliación católica en Perú ha experimentado una disminución notable, pasando del 90.5 % en 1995 al 66.4 % en 2023. Sin embargo, el desafío del catolicismo en América Latina no se limita a este decrecimiento estadístico, sino que radica, sobre todo, en una desconexión entre la identidad religiosa y su práctica efectiva. Los mismos datos revelan que, en 2023, solo un 8.8 % de la población se declaraba “muy practicante” y un 35.8 % se consideraba “practicante”; en otras palabras, menos de la mitad de los que se identifican como católicos participan activamente en prácticas religiosas. Este panorama no solo subraya la realidad de un fenómeno que podría describirse como “catolicismo cultural” (uno de los tipos de espiritualidad católica identificados por Manuel Marzal, SJ, a inicios del milenio), sino que también ayuda a resolver la aparente paradoja, formulada en el párrafo anterior, de cómo un continente mayoritariamente católico sigue enfrentando problemas endémicos sin vislumbrar un derrotero más esperanzador. Esta desconexión, en la que la afiliación religiosa no se traduce en un compromiso activo, limita la capacidad de la fe para desempeñar un papel transformador en contextos de crisis y desafíos sociales.
Esta aparente contradicción también ha sido objeto de múltiples análisis, que van desde las teorías clásicas de Max Weber sobre la relación entre religión y desarrollo, hasta estudios más recientes que abordan la complejidad de cómo la religión influye y se entrelaza con el desarrollo socioeconómico y los procesos culturales. Max Weber, en su influyente obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905), argumentó que el protestantismo, particularmente en su expresión calvinista, fomentó una ética caracterizada por el trabajo disciplinado, el ahorro y la racionalidad económica, valores que, según su tesis, habrían sido decisivos para el desarrollo del capitalismo moderno. En contraste, identificó en el catolicismo una disposición más reaccionaria y menos orientada hacia el emprendimiento económico. Aunque su análisis marcó un hito en la sociología de la religión, esta perspectiva fue revisada y matizada por académicos como Peter Berger, Rodney Stark y David Martin, quienes destacaron la complejidad de las relaciones entre religión y desarrollo económico.
Más recientemente, Daron Acemoglu y James Robinson, en su influyente obra Por qué fracasan los países: Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza (2012), han cuestionado la utilidad de enfoques basados en determinismos culturales, subrayando que factores estructurales como la calidad institucional, la equidad social, las políticas públicas y las dinámicas globales son determinantes en las trayectorias socioeconómicas de las naciones. La pertinencia de estos debates fue ratificada con el Premio Nobel de Economía de 2024, otorgado a Acemoglu y Robinson en reconocimiento a sus aportes al análisis comparativo de la prosperidad entre países. Sus investigaciones han desplazado el énfasis de explicaciones exclusivamente culturales hacia marcos analíticos más integrales, destacando la interacción multifacética entre instituciones, políticas y contextos globales en la configuración del desarrollo económico.
En este contexto, el papa Francisco, al describir a la Iglesia como un “poliedro” (Evangelii gaudium, n. 236), ofrece una metáfora muy sugestiva para comprender la diversidad interna del catolicismo. Este concepto resalta las múltiples facetas de la fe en distintos contextos, desde movimientos de renovación carismática y comunidades de base comprometidas con la justicia social hasta formas tradicionales de devoción y religiosidad popular. No obstante, la diversidad de expresiones de la fe no exime a la Iglesia de enfrentar las tensiones éticas y políticas del presente, particularmente en América Latina, donde los desafíos de la modernidad y la desigualdad social exigen respuestas que sean tanto coherentes con la doctrina como relevantes en la práctica.
En efecto, en el contexto latinoamericano, la instrumentalización política de la religión es evidente. En el Perú, por ejemplo, los presidentes han recurrido a referencias religiosas para legitimar su poder o apelar a sectores conservadores del electorado. Desde visitas al Santuario del Señor de los Milagros hasta discursos impregnados de citas bíblicas, la religión ha sido un recurso simbólico y un vehículo para la construcción de narrativas políticas. Sin embargo, estas estrategias rara vez se traducen en compromisos éticos coherentes con las doctrinas religiosas que se invocan, reflejando una brecha entre el uso político de la religión y su auténtico propósito espiritual y social. Esta desconexión plantea un reto importante para la credibilidad del catolicismo en la región.
El caso estadounidense es paradigmático para entender cómo la religión puede influir en la esfera política y, al mismo tiempo, cómo esta relación ha evolucionado. Desde sus inicios, la religión ha jugado un papel fundamental en la política y en la construcción de su identidad nacional, siendo un referente en la percepción y legitimidad de los líderes. En 1960, John F. Kennedy, el primer presidente católico del país, tuvo que declarar públicamente que su fe no interfiriría en su gobierno, en una era en la que la afiliación religiosa era un criterio relevante para evaluar a los candidatos. Sin embargo, el contexto actual presenta un panorama muy diferente y más complejo. Hoy en día, ser miembro de un credo específico no garantiza el respaldo automático de las iglesias ni la aceptación general de la comunidad religiosa. Joe Biden, el segundo presidente católico de Estados Unidos, ha enfrentado críticas de algunos obispos, particularmente en temas de bioética y moral sexual. Por otro lado, Donald Trump, de tradición presbiteriana, recibió el apoyo explícito de líderes católicos, incluso al promover un estilo de gobierno que suscitó controversias y asombro en diversos sectores de fe. La God Bless the USA Bible, utilizada y promocionada por Trump, ejemplifica cómo la religión puede ser desacralizada y transformada en merchandising, símbolo político y un objeto de consumo.
Frente a este panorama, aunque los análisis contemporáneos de las teorías weberianas han resaltado las complejidades inherentes a la relación entre religión y desarrollo, también han abierto la puerta a una reflexión más profunda sobre el papel que desempeña la religión en las sociedades contemporáneas. En América Latina, el verdadero desafío del catolicismo no radica únicamente en superar la instrumentalización política y comercial de la religión, sino en revitalizar su relevancia ética, su dimensión espiritual y su expresión concreta de fraternidad. En un continente donde la religión sigue siendo una fuente de esperanza para cientos de millones de personas, la credibilidad del catolicismo dependerá en gran medida de su capacidad para convertirse en un agente genuino de transformación social.
(*) Docente en el Departamento Académico de Teología de la PUCP, doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad de Londres, magíster y licenciado en Historia de la Iglesia por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, así como magíster en Historia Hispánica por la Universidad Jaime I de Valencia.