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6 de febrero de 2024

Fernando Eguren (*)

La definición más utilizada de seguridad alimentaria fue adoptada el año 1996 en la Cumbre Mundial de la Alimentación, convocada por la FAO y realizada en Roma, con la aprobación de los 185 países miembros de la dicha organización: 

Existe seguridad alimentaria cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias en cuanto a los alimentos a fin de llevar una vida activa y sana. 

La definición de la FAO fue rápidamente rechazada por la Vía Campesina (VC), una plataforma internacional de organizaciones campesinas, pues soslayaba varios factores que eran parte del problema, como el inmenso poder e influencia de las transnacionales de la alimentación y de los países ricos en los sistemas alimentarios. La VC propuso como alternativa la soberanía alimentaria, que incluía el derecho soberano de los países a definir sus políticas alimentarias; la priorización de los conocimientos y las prácticas de la agricultura campesina e indígena; el papel central de la mujer; la protección de la biodiversidad y el rechazo a la agricultura industrializada.

La toma de conciencia de los grandes desafíos globales (calentamiento global; aumento de la demanda de alimentos; empobrecimiento de los suelos y de la biodiversidad; inmensa contribución de la actividad agraria a la generación de gases de efecto invernadero) han conducido a organismos internacionales y gobiernos a reconsiderar la importancia de la pequeña agricultura y de la agricultura campesina, hoy englobadas en el concepto de “agricultura familiar”, para una agricultura ambiental, económica, social y culturalmente sostenible. Es una victoria parcial de La Vía Campesina.

Sin embargo, los cambios en los paradigmas que orientan el sistema alimentario global son demasiado lentos y los intereses que los sostienen demasiado poderosos. Además de los desafíos mencionados, la consideración de que el 9% de la población mundial padece hambre (a pesar de que la producción de alimentos bastaría para alimentar a todos) y que la malnutrición avanza en todas partes (el —% de la población tiene sobrepeso o es obesa) llevaron a que Antonio Guterrez, secretario general de la ONU, calificara en el 2021 que el sistema alimentario mundial vivía una “tormenta perfecta” y que era urgente introducir cambios radicales en el sistema alimentario global. A ello deben agregarse gravísimos problemas geopolíticos que se expresan actualmente en la invasión de Rusia a Ucrania y la destrucción de la Gaza palestina por Israel– y amenazas de expansión de frentes bélicos en otras regiones. Todo ello hace que el futuro de la seguridad alimentaria está en cuestión.

El Perú, claro está, es parte de este atribulado mundo, y su propia seguridad alimentaria lo resiente. Su expresión más clara ha sido –es– la importación de la inflación de los precios de los alimentos y, hasta hace algunos meses, la escasez de urea, el principal fertilizante. Pero aporta también lo suyo, particularmente por las grandes desigualdades socioeconómicas y territoriales que lo caracterizan y que se reproducen, en buena medida por la propia acción -o inacción- del Estado. Son múltiples los indicadores que señalan que la situación alimentaria (incidencia de desnutrición infantil, de anemia, malnutrición…) de nuestro país ha sido siempre crítica, y la actual crisis es una agudización de ella: una crisis dentro de una crisis crónica. En 2022 la mitad de la población peruana estaba en situación de inseguridad alimentaria moderada o severa; 17 departamentos superaban este porcentaje y, tres de ellos, las dos terceras partes [1]. En una encuesta a hogares realizada en setiembre del 2023, el 57% de la población declaró que al menos un día en los tres meses anteriores no había ingerido alimentos (¡el 75% en los hogares rurales!). Situación mucho peor que la registrada en una encuesta realizada en marzo del mismo año (46%) [2]

Y esto ocurre a pesar de que el Perú es signatario de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) y del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC, 1976), que garantizan el derecho de toda persona a una alimentación adecuada y el derecho a no padecer hambre. Este derecho es reconocido también por los sucesivos Planes Nacionales de Derechos Humanos. 

Pero no existe, ni hoy ni ayer, la voluntad política de respetar y promover estos derechos. Así, la agricultura familiar, principal abastecedora de los alimentos del país, no es apoyada; las iniciativas populares para enfrentar el hambre son minusvaloradas y aun rechazadas; los subsidios agrarios se orientan a la gran agricultura de exportación; cada tratado de libre comercio recorta la autonomía del gobierno para definir soberanamente su política agraria; y las brechas territoriales se acrecientan. 

En conclusión: la crisis alimentaria actual no está en la agenda de los poderes públicos. Simplemente, no existe.

(*) Ex presidente del Seminario Permanente de Investigación Agraria (SEPIA). Presidente del Centro Peruano de Estudios Sociales


[1] Midis / Midagri / PMA (2022). Perú: evaluación de la seguridad alimentaria ante emergencias 2021. Documento para discusión. Págs. 14-15.

[2] IEP. Informe de Opinión. (Septiembre 2023)