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Editorial 14 de noviembre de 2023

El viernes pasado, 10 de noviembre, se realizó la audiencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dedicada al seguimiento de las recomendaciones efectuadas en su informe Situación de los Derechos Humanos en el Perú en el contexto de las protestas sociales. Más allá del balance (evidentemente insatisfactorio) de la ejecutoria, ha resultado particularmente cuestionable la conducta del representante del Estado peruano en esa audiencia, el embajador Gustavo Adrianzén, representante permanente de Perú ante la Organización de Estados Americanos (OEA), quien se permitió acusar a los familiares de las víctimas de haber sido ellos mismos las causantes de las muertes producidas por el Estado durante las jornadas de protesta de inicios de este año. Es un gesto inaceptable que injuria a los afectados y que, por lo demás, ilustra por sí solo, de cara a la CIDH y a la comunidad internacional, la falta de reconocimiento de responsabilidades por el Estado y su poca voluntad de responder por los abusos cometidos.

La postura del gobierno ante los informes producidos por la CIDH y por otras renombradas instancias internacionales, incluyendo una relatoría especial de las Naciones Unidas ha estado orientada desde el comienzo a restarles validez y relevancia. Es un empeño inútil, en realidad, dada la ingente cantidad de evidencias de los abusos cometidos por medio de un uso desproporcional de la fuerza por la policía y la fuerza armada. Las decenas de muertes y los centenares de personas heridas que dejó la reacción del gobierno a las marchas de protesta en diversas ciudades del país, y en particular en Puno y Ayacucho, están ampliamente documentadas. Las negaciones y evasivas del Estado tendrán que dejar el paso tarde o temprano a respuestas serias y a la asunción de responsabilidades.

Hay que tener presente, como un ingrediente más de esta insostenible tendencia del gobierno y el Congreso, las posturas pasadas y presentes del ministro de Relaciones Exteriores recién nombrado, Javier González Olaechea. Este expresó ya en mayo pasado una posición contraria al informe presentado por la CIDH sobre las protestas y las violaciones de derechos humanos cometidas, al que acusó, sin mayor sustento, de decir “medias verdades” y de estar impregnado de “apreciaciones políticas”. Al haber sido designado para este importante cargo se ha ratificado en su postura, siempre sin ofrecer una sustentación para sus críticas. Ello no hace sino reafirmar la renuencia del gobierno a asumir responsabilidades y a dar explicaciones sobre las decenas de muertes causadas durante aquellas protestas.

Así, no extraña que el balance de cumplimiento de recomendaciones sea claramente insatisfactorio. Esto atañe en particular al avance de investigaciones judiciales para determinar responsabilidades, lo que significa una denegación del derecho a la justicia de los familiares de las víctimas. Pero además de la administración de justicia, hay otra dimensión en la que el Estado no solo incumple las recomendaciones de la CIDH sino que además, a través de acciones del Congreso, marcha en sentido contrario a ellas. Se trata de todo lo relacionado con el fortalecimiento de la independencia judicial y el fortalecimiento de las instituciones que velan por los derechos humanos. Como remarcamos en esta edición del Boletín de IDEHPUCP, el proceso sumario y la posible destitución de los integrantes de la Junta Nacional de Justicia, así como la designación del nuevo Defensor del Pueblo, no satisfacen estándares internacionales para la remoción o para la elección de altos funcionarios vinculados con los sistemas de protección de derechos humanos. Más allá de eso, estas acciones vulneran la institucionalidad democrática y por consiguiente debilitan gravemente las posibilidades de diálogo y acuerdos en la sociedad.

Estamos, así, ante una persistente renuencia del Estado, personificado en el gobierno y el Congreso, a cumplir con importantes obligaciones internacionales, todo lo cual significa un riesgo constante para la vigencia de los derechos humanos y, más ampliamente, del régimen democrático en el país. Frente a ello, la labor de seguimiento de la CIDH se revela doblemente necesaria, como lo es también la permanente observación de la comunidad internacional sobre una democracia que se deteriora y descompone diariamente por obra de quienes, precisamente, tienen la obligación de mantenerla institucionalmente.