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24 de noviembre de 2025

Marcela Huaita Alegre[1]

En tiempos de impaciencia política y respuestas rápidas reaparece con fuerza la ilusión de que las realidades sociales pueden corregirse mediante un acto administrativo. Cada cierto tiempo resurge esta tentación: creer que basta un decreto para eliminar lo que incomoda, lo que desafía o lo que no se quiere comprender. Hoy ese impulso ha tomado una nueva forma: suponer que es posible derogar el enfoque de género por mandato normativo. No se trata solo de un error conceptual o jurídico. Es, en el fondo, una renuncia al esfuerzo pedagógico, institucional y cultural necesario para construir igualdad.

Lo diré con claridad: el género no se deroga por decreto. El género es una construcción social que organizó nuestras ideas sobre roles, jerarquías y expectativas durante siglos. Se expresa en nuestras conductas cotidianas, en las formas de socialización, en cómo distribuimos el cuidado, en quiénes ocupan los espacios de poder y en quiénes soportan los mayores riesgos de violencia. Es, en suma, un lenguaje aprendido colectivamente, no una gramática impuesta desde un documento público.

Por eso es ilusorio pensar que prohibiendo el término desaparecerán las desigualdades que nombra. Como si borrar la palabra “racismo” eliminara las prácticas racistas, o como si proscribir la noción de “discriminación” redujera el trato desigual. El enfoque de género permite reconocer mecanismos históricos que generan brechas de acceso a la educación, empleo, salud o justicia. Permite analizar la persistencia de la violencia contra las mujeres, las niñas y adolescentes. Ofrece herramientas para revisar políticas públicas que, incluso sin intención, reproducen sesgos. Su eliminación no resuelve nada: solo oscurece lo que necesitamos ver con mayor nitidez.

En el campo educativo, por ejemplo, negar el enfoque de género es despojar a docentes y escuelas de un recurso que ayuda a explicar fenómenos como el acoso escolar, la deserción diferencial entre niñas y adolescentes, las masculinidades violentas o la sobrecarga de responsabilidades domésticas sobre estudiantes mujeres. La escuela no deja de producir género por dejar de nombrarlo: simplemente lo reproducirá de modo acrítico.

Las consecuencias institucionales también son relevantes. La política pública requiere conceptos claros para diagnosticar, diseñar y evaluar. Intentar “derogar” el enfoque de género introduce confusión, contradicciones normativas y un vacío técnico en sectores como justicia, salud, desarrollo social, educación o seguridad ciudadana. La planificación estatal no puede sostenerse en intuiciones, sino en herramientas conceptuales robustas y alineadas a estándares internacionales que el propio Estado ha asumido.

Y hay algo más: cuando hablamos de igualdad, hablamos también de respeto. Respeto a la dignidad humana, a la diversidad de experiencias, a la libertad para construir proyectos de vida. En ese marco, resulta indispensable recordar que el respeto a la identidad de género de cada persona es parte de ese compromiso democrático básico. No porque sea el centro de este debate, sino porque cualquier discusión sobre igualdad que ignore la vida concreta de las personas corre el riesgo de volverse abstracta. Garantizar que cada quien pueda ser nombrado, reconocido y tratado conforme a su identidad no es un gesto ideológico: es un estándar de convivencia mínima y un deber del Estado.

El problema de fondo es que hemos convertido al enfoque de género en un símbolo de disputa, cuando en realidad es una herramienta. Una herramienta que incomoda porque evidencia desigualdades estructurales; que interpela porque exige revisar privilegios; que moviliza porque llama a transformar prácticas instaladas. Pero precisamente por eso es indispensable. No se puede construir igualdad negando aquello que la obstaculiza.

Quizás lo más preocupante de este intento de “derogación” es la renuncia a un proyecto de país más amplio: uno donde la igualdad sea un compromiso real y no una consigna. Un país donde niñas y adolescentes vivan sin miedo, donde las mujeres no sean asesinadas por sus parejas, donde ninguna persona sea violentada por no encajar en estereotipos, donde la escuela sea un espacio seguro para aprender en libertad. Todo eso requiere una política intencionada, sostenida y coherente. No se logra con prohibiciones. Se logra con educación, con diálogo social, con instituciones sólidas y con voluntad política.

A estas alturas deberíamos tener claro que los cambios culturales no se decretan: se trabajan, se enseñan, se cultivan. El enfoque de género no es un artificio académico; es parte de la caja de herramientas necesarias para comprender nuestra realidad y transformarla. Pretender borrarlo no elimina el problema: lo profundiza.

Por eso conviene volver a lo esencial: el género se aprende. Se aprende en casa, en la escuela, en la calle, en los medios y en nuestras propias relaciones afectivas. Se aprende en la experiencia y en el lenguaje. También se puede desaprender, reaprender y transformar. Pero nunca desaparecerá por decreto, porque no nació de una ley.

Lo que sí puede desaparecer —si renunciamos a analizarlo— es el compromiso con la igualdad. Y ese sería un retroceso profundo. En lugar de derogar conceptos, necesitamos fortalecer políticas públicas, formar ciudadanía crítica, acompañar a docentes, escuchar a las juventudes y promover una cultura donde cada persona pueda vivir sin violencia y con dignidad.

El género no se borra desde un escritorio. La igualdad tampoco. Se construyen día a día, con paciencia, con evidencia, con educación y con respeto mutuo.

Y esa es una tarea que ninguna norma puede sustituir.


[1] Docente PUCP e Investigadora asociada al IDEHPUCP