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Editorial 1 de julio de 2025

La forma en que el gobierno y el Congreso se relacionan con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ilustra de la manera más clara la progresiva tendencia autoritaria de quienes manejan el poder, así como su carencia de toda comprensión sobre lo que es el trabajo de estadista –entendido como algo radicalmente distinto de usar el poder del Estado para favorecer intereses particulares y transitorios.

Como se sabe, hace pocos días, el 26 de junio, la CIDH emitió una categórica nota de exhortación dirigida al Estado peruano en vista de las leyes de impunidad que el Congreso viene imponiendo y que el Ejecutivo avala. La nota se refiere en particular al proyecto de ley, ya aprobado en primera votación, que propone una amnistía absoluta, incondicional y evidentemente inconstitucional y anticonvencional para militares, policías y miembros de comité de autodefensa que actuaron durante el conflicto armado interno. Además de señalar la inadmisibilidad jurídica de una medida semejante, la CIDH comenta que “(l)a norma en discusión forma parte de una serie de medidas que viene adoptando el Estado para que agentes estatales que cometieron graves violaciones a los derechos humanos contra miles de personas en el marco de operaciones de seguridad antisubversivas entre los años de 1980 y 2000 no sean objeto de persecución penal. Así, por ejemplo, durante 2024 la CIDH y la Corte IDH han cuestionado la normativa aprobada orientada a establecer la prescripción de estos crímenes”.

El mismo día en que está fechada la nota de la CIDH el gobierno anunció la creación, dentro del Ministerio de Relaciones Exteriores, de una comisión encargada de evaluar la posibilidad de retirar al Estado peruano del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Evidentemente, este anuncio no es exclusivamente una respuesta a la nota de la CIDH, pero sí la abarca. En general, el gobierno y el Congreso vienen alimentando desde hace años una corriente de opinión hostil y desarrollando una postura contraria al Sistema Interamericano de Derechos Humanos, el cual constituye una dificultad para los proyectos autoritarios y antiderechos de esa coalición. En este interés de sustraer al Perú al SIDH se combinan una diversidad de propósitos ilegítimos y arbitrarios: desde la negativa del gobierno a asumir responsabilidades por las matanzas de los años 2022 y 2023 hasta, por ejemplo, la recurrente propuesta de establecer la pena de muerte en el Perú, a manera de respuesta demagógica al incremento de la criminalidad violenta.

En todos los casos en que el gobierno y el Congreso plantean un retiro del Sistema Interamericano de Derechos Humanos convergen tres elementos: se lo plantea para, supuestamente, poder implantar medidas de “mano dura” que en ningún caso constituyen respuestas efectivas a los problemas del país; además, se hace la propuesta sin explicar, y tal vez sin conocer, todo lo que implica el proceso de retiro y más bien dando a la población la impresión de que se trata de algo que se puede hacer a la ligera y con efectos automáticos; y, en tercer lugar, se plantea ese retiro presentando para el consumo público una imagen completamente distorsionada de lo que hace el Sistema Interamericano y ocultando de qué manera, en la teoría y en la práctica, el SIDH ha funcionado como una última barrera de defensa para los derechos de la población.

No es distinto este caso. Constituir una comisión como la que se anuncia –cosa que había sido ofrecida por el primer ministro a mediados de mes, cuando fue al Congreso a pedir el ritual voto de confianza– es un gesto enteramente alejado de lo que se entiende por políticas de Estado pensadas para servir a los derechos de la ciudadanía.