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Editorial 22 de mayo de 2018

Desde hace varios años se ha puesto de manifiesto una corriente de hostilidad contra la memoria del periodo de violencia armada (1980-2000) centrada en el reconocimiento de las víctimas, el señalamiento de responsabilidades y la reflexión crítica sobre las raíces de la violencia, la perpetración masiva de violaciones de derechos humanos y la impunidad. En vez de esta memoria de contenido humanitario y democrático, se quiere imponer el desconocimiento de las víctimas y una versión del pasado de contenido militarista, autoritario, excluyente y antihumanitario.

El gesto más reciente de esta corriente ha consistido en un ataque al Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social, al que, con maniobras vergonzosas y mentiras desembozadas, se pretende mostrar como concesiva con el terrorismo. Ese gesto repite otros parecidos contra la Comisión de la Verdad y Reconciliación, cuyo informe final se intenta deslegitimar una vez más.

Si bien el debate público y la confrontación de ideas son bienes irrenunciables de toda vida democrática, en este caso lo que se manifiesta está lejos de poder ser llamado así. No es un debate legítimo aquel se realiza recurriendo de manera sistemática a la falsedad, a la manipulación de evidencias y a la invención de dichos o hechos. Pero eso es exactamente lo que hacen los apologistas de la violencia y de la violación de derechos humanos, sea desde la extrema izquierda o desde la extrema derecha. La maniobra reciente del congresista Edwin Donayre lo descalifica intelectual y moralmente y descalifica a quienes suscriben sus posturas y artimañas.

Del mismo modo, hay que señalar que esta práctica de la negación constituye también un gesto de desprecio a las voces y a la memoria de las víctimas quienes, como es sabido, fueron mayoritariamente peruanos y peruanas indígenas, ciudadanos pobres y excluidos. El negacionismo es, así, una expresión más del racismo que todavía no conseguimos superar.

La no superación del racismo, así como la persistencia de este espíritu intolerante y cultor de la ignorancia sobre nuestro pasado, es consecuencia de la ausencia de un amplio diálogo público en nuestra sociedad, y de políticas decididas que promuevan el conocimiento crítico y el ejercicio de la memoria en nuestro país.

Por otro lado, quienes pretenden desconocer a las decenas de miles de víctimas y convertir el recuerdo del pasado en un simple relato guerrero, necesitan enterarse del reconocimiento que el propio Estado peruano ha brindado ya a ese innegable pasado doloroso. El Plan Integral de Reparaciones, la ley que crea un programa nacional de búsqueda de personas desaparecidas, son, igual que el LUM, la misma creación de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, las sentencias expedidas por tribunales de justicia sobre crímenes de las organizaciones subversivas y de agentes militares del Estado son actos que nadie puede desconocer.

El acto de negación más reciente ha sido, como se sabe, la calumnia grotesca contra el LUM. Se expresa ahí, además, una incomprensión absoluta sobre lo que es espacio de memoria y su función en muchas sociedades, que, como la nuestra, han sufrido periodos de violencia. Estos son lugares para el aprendizaje y la sensibilización, instancias para la reflexión crítica sobre el pasado. Una práctica de memoria nos permitiría considerar bajo una luz democrática y humanitaria la realidad de las víctimas; la verdadera dimensión de la atroz criminalidad de Sendero Luminoso y el MRTA; el papel que autoridades y agentes del Estado, así como las élites, tuvieron frente a esa situación; y saber qué se debe esperar de una sociedad que se pretende igualitaria ante la existencia de más de 20 mil peruanos desaparecidos.


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