Por Carlos Piccone Camere (*)
La reciente XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos ha marcado un hito en la historia contemporánea de la Iglesia Católica. Bajo el lema Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión, este evento representó un esfuerzo significativo por consolidar un modelo eclesial que encarne verdaderamente la sinodalidad. No obstante, el tema del reconocimiento pleno de las mujeres en la vida eclesial permanece como una “cuestión abierta”, una frase que, por su ambigüedad, evidencia tanto avances incipientes como resistencias persistentes dentro de la estructura eclesiástica.
El Sínodo de los Obispos, concebido como un organismo consultivo por Pablo VI tras el Concilio Vaticano II, lleva en su etimología griega (syn, juntos y hodos, camino) la invitación a un recorrido en común. Sin embargo, aunque las mujeres constituyen la mayoría de los fieles y desempeñen un papel crucial en la evangelización, la reflexión teológica, y las diversas actividades socio-caritativas de la Iglesia, su reconocimiento como agentes de transformación eclesial ha sido históricamente limitado y continúa enfrentando serias limitaciones estructurales.
El apartado 60 del Documento Final del Sínodo destaca este desafío al afirmar que, aunque hombres y mujeres comparten la misma dignidad en virtud del bautismo, estas últimas siguen enfrentando obstáculos significativos para obtener un reconocimiento más amplio de sus dones y carismas. No es de extrañar, entonces, que este párrafo fuera uno de los que obtuvo mayor número de votos en contra durante la votación final, reflejando una profunda polarización en el seno de la Iglesia respecto a esta cuestión.
Las Escrituras y la Tradición ofrecen un testimonio contundente del papel esencial que las mujeres han desempeñado en la historia de la salvación. En el tejido de la vida cotidiana, las mujeres continúan asumiendo funciones fundamentales: oran, educan, sanan, evangelizan, presiden instituciones religiosas así como asociaciones caritativas y de promoción social, y son pilares insustituibles para la transmisión y sostenimiento de la fe en el interior de innumerables familias, parroquias y comunidades de base.
A pesar de las innegables contribuciones de las mujeres a la vida de la Iglesia, su participación institucional sigue estando significativamente restringida. Un ejemplo emblemático de esta brecha es el debate sobre el acceso de las mujeres al diaconado permanente. Recientemente, el cardenal Walter Kasper, figura destacada en la teología contemporánea, confesó haber llegado a la convicción de que existen argumentos sólidos que hacen que la incorporación de las mujeres al diaconado permanente sea tanto “teológicamente posible” como “pastoralmente sensata».
El debate sobre el diaconado femenino debe situarse en el marco de un discernimiento eclesial más amplio y profundo, orientado a responder a los desafíos contemporáneos con fidelidad creativa. Este desafío trasciende la simple redefinición de roles ministeriales, requiriendo una revisión crítica de las estructuras, lenguajes, expresiones e imágenes que han contribuido a la normalización del sexismo y la perpetuación de desigualdades en la Iglesia. En el contexto de América Latina, este proceso de conversión enfrenta además escollos culturales profundamente arraigados, como el machismo y el clericalismo, que exigen parresía (coraje profético) e hypomoné (perseverancia resiliente) para avanzar hacia una auténtica sinodalidad que haga visible la igualdad no solo en la dignidad sino también en la participación.
Aunque en el Documento Final se haya reafirmado que “lo que viene del Espíritu Santo no puede detenerse,” el hecho de que solo uno de sus 155 apartados aborde específicamente esta cuestión evidencia la persistente reticencia a afrontar un tema de gran relevancia. Sin embargo, no faltan razones para la esperanza: la Iglesia es consciente de la oportunidad histórica que tiene para liderar con el ejemplo en un mundo que clama por equidad y justicia.
Redefinir el rol de la mujer en la Iglesia no representa una concesión a presiones externas ni, menos aún, un gesto de benevolencia; se trata de un imperativo eclesiógico. El Espíritu Santo, dador de vida, suscita nuevas y renovadas formas de encarnar el Evangelio, suscitando en el Pueblo de Dios el sensus fidei, esa capacidad espiritual que permite a los hombres y mujeres de buena voluntad discernir el horizonte a la luz de una “teología de los signos de los tiempos”.
El reconocimiento integral de las mujeres en la Iglesia Católica no es un asunto accesorio, sino central para la misión y la credibilidad de la misma en pleno siglo XXI. Por ello, para que las reflexiones sinodales reporten frutos tangibles, urge que el Código de Derecho Canónico recoja e integre las orientaciones del último Sínodo, de manera que se garantice una igualdad efectiva de oportunidades en el liderazgo y ejercicio del poder como servicio dentro del Pueblo de Dios. Así, la Iglesia podrá proyectar al mundo el testimonio de una comunidad más transparente y sinodal en constante reforma y siempre en camino.
(*) Docente en el Departamento de Teología de la PUCP, doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad de Londres, magíster y licenciado en Historia de la Iglesia por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, así como magíster en Historia Hispánica por la Universidad Jaime I de Valencia.