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2 de diciembre de 2025

Por Carlos Piccone Camere (*)

Unidos en el pan los muchos granos,
iremos aprendiendo a ser la unida
Ciudad de Dios, Ciudad de los humanos.
Comiéndote sabremos ser comida.

 Pedro Casaldáliga, “Eucaristía” (fragmento)

Los primeros viajes apostólicos de los pontífices contemporáneos suelen ofrecer una clave de lectura de sus proyectos pastorales. No son simples desplazamientos, sino gestos programáticos que condensan prioridades, sensibilidades y diagnósticos sobre el tiempo histórico. Desde Juan Pablo II hasta el reciente papa León XIV, estos itinerarios inaugurales han expresado, cada uno a su manera, la tensión entre memoria y novedad que atraviesa a la Iglesia cuando busca situarse en la historia sin perder su centro evangélico. Ahora bien, no conviene idealizar este recorrido: con frecuencia la Iglesia católica no ha sabido elegir bien sus batallas y ha invertido enormes energías en controversias internas o discusiones casi bizantinas, mientras quedaban relegadas luchas más urgentes por la dignidad de los pobres, de las víctimas de violencia y de quienes habitan las periferias sociales y geográficas. Reconocer esta ambivalencia es un primer paso; el siguiente es preguntarse qué gestos y qué prioridades encarnan hoy con mayor fidelidad el Evangelio de la paz, la unidad y la dignidad humana.

El primer viaje apostólico de Juan Pablo II fuera de Italia, en enero de 1979, tuvo como destino América Latina y el Caribe, con etapas en República Dominicana, México y Bahamas, y con la conferencia de Puebla como uno de sus ejes simbólicos. Desde el inicio quiso presentarse como peregrino entre los pueblos latinoamericanos, invocando a la Virgen de Guadalupe y hablando con fuerza de dignidad, libertad religiosa y defensa de la vida en contextos marcados por dictaduras y violencias estructurales. Al mismo tiempo, la recepción de la teología de la liberación estuvo atravesada por una fuerte desconfianza doctrinal: desde Roma se subrayaron con insistencia los riesgos de un uso poco crítico de categorías marxistas y se señalaron posibles reducciones político-ideológicas del Evangelio. Esta lectura, aunque puso sobre la mesa problemas reales, tendió a generalizar y no siempre distinguió adecuadamente entre corrientes diversas ni entre opciones pastorales enraizadas en la vida de comunidades pobres. De ahí que el legado de aquel viaje inaugural conserve una tonalidad ambivalente: fue, a la vez, un poderoso gesto de cercanía a América Latina y el inicio de una etapa de tensiones intensas en torno a las formas legítimas de articular fe, justicia social y compromiso político.

En el caso de Benedicto XVI, su primer viaje apostólico en 2006 tuvo como destino Polonia. Fue un retorno cargado de memoria moral y teológica. En Auschwitz-Birkenau, el papa alemán insistió en que la fe cristiana no puede renunciar a la cuestión de la verdad sin traicionarse a sí misma. Esa convicción orientó su diálogo con la modernidad, visible de modo emblemático en el encuentro de Múnich con Jürgen Habermas, donde reflexionó sobre los “fundamentos morales prepolíticos” del Estado liberal. Para Ratzinger, una democracia pluralista no puede sostenerse solo sobre consensos cambiantes o correlaciones de fuerzas, necesita un humus ético compartido que proteja la dignidad humana más allá de las mayorías del momento. Sus intervenciones en este campo fueron recibidas por algunos como un freno frente al relativismo y, por otros, como una desconfianza excesiva ante la pluralidad de formas de vida. Con todo, su primer viaje, marcado por el silencio en los lugares de exterminio y por el diálogo con la historia reciente de Europa, trazó un horizonte en el que la fe no pide privilegios, pero tampoco renuncia a ofrecer criterios para repensar la justicia, el límite del poder y el valor irreductible de cada persona.

El pontificado del papa Francisco quedó sellado desde su primer viaje a Lampedusa en 2013, cuando denunció la “globalización de la indiferencia” ante un mar Mediterráneo convertido en cementerio de migrantes. Aquella pequeña isla, hasta entonces periférica en el mapa simbólico de la Iglesia, se convirtió por un momento en centro de la conciencia católica y mundial. Este gesto inauguró un discurso pastoral centrado en la compasión activa, el encuentro personal y la denuncia de estructuras que descartan vidas enteras como si fueran sobrantes. Tras su muerte, voces de dentro y fuera de la Iglesia han subrayado su extraordinaria capacidad para acercarse al individuo concreto, escuchar su historia y colocar en el centro de la agenda eclesial la voz de las víctimas, ya se tratara de migrantes, pobres, pueblos amazónicos o sobrevivientes de abuso. Su insistencia en una “Iglesia en salida”, su crítica al sistema económico que produce “descartados” y su defensa de la casa común configuraron un magisterio que incomodó tanto a sectores eclesiales acostumbrados a una agenda más restringida como a actores políticos que preferían una religión menos activa o confinada al ámbito privado. La fuerza de Lampedusa reside precisamente en haber mostrado que la geografía del Evangelio no pasa primero por los centros de poder, sino por esas fronteras donde se pone a prueba nuestra humanidad más elemental.

En este horizonte se sitúa el primer viaje del papa León XIV a İznik, la antigua Nicea, en Turquía, con motivo de los 1700 años del concilio que definió la fe en Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios. A la orilla del lago, en oración conjunta con el patriarca Bartolomé I y otros líderes cristianos, León XIV volvió a plantear la pregunta que atraviesa toda confesión de fe: “¿Quién es Jesús en nuestra vida?”. El acento no estuvo solo en la memoria doctrinal de Nicea, sino en su actualidad ecuménica: la profesión cristológica común como base para un camino serio hacia la unidad y para un testimonio creíble en un mundo fragmentado. Sus palabras sobre la “pequeñez” de la Iglesia, pronunciadas ante una comunidad católica minoritaria en Turquía, enlazaron con su insistencia en que la verdadera fuerza de la Iglesia no reside en su peso sociológico, sino en la capacidad de estar cerca de los últimos y de tejer fraternidad allí donde predominan la sospecha y el miedo. No es casual que, en otros contextos, León XIV haya vinculado esta espiritualidad de la pequeñez con una ética pública que defiende la dignidad de migrantes, víctimas de guerra y personas descartadas por lógicas tecnocráticas o culturales. Su primer viaje apostólico, discreto y profundamente simbólico, presenta un pontificado que quiere unir la memoria de la gran tradición con un compromiso sin ambages frente a las formas contemporáneas de exclusión y deshumanización.

En conjunto, estos primeros viajes ofrecen un retrato en movimiento de la Iglesia y de sus tensiones. Los cuatro últimos obispos de Roma han intentado, con acentos distintos, responder a la misma pregunta de fondo: cómo anunciar el Evangelio en un mundo atravesado por guerras, desigualdades y crisis de sentido sin diluir su contenido ni encerrar la fe en una fortaleza identitaria. Sería empobrecedor etiquetarlos con una sola palabra, pero quizá pueda intuirse una tonalidad dominante en cada uno: en Juan Pablo II, el impulso misionero; en Benedicto XVI, la preocupación por la verdad frente al relativismo y a los nuevos fanatismos; en Francisco, la insistencia en la misericordia como antídoto frente a la cultura del descarte; en León XIV, la búsqueda de unidad como camino concreto de paz y de justicia en un mundo herido y fragmentado. Sus decisiones inaugurales muestran tanto aciertos proféticos como zonas ciegas y constituyen un vivo recordatorio de que solo una Iglesia capaz de articular herencia y novedad, tradición y creatividad, estará en condiciones de acompañar a las sociedades contemporáneas sin perder de vista el rostro humano que da sentido a todo anuncio y a toda reforma.

(*) Docente del Departamento Académico de Teología de la PUCP; doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad de Londres.