
Las sociedades han tenido diversas maneras de definir su forma de gobierno. Por muchos siglos gobernaron las monarquías, los grupos oligárquicos y las dictaduras. El Perú se constituyó desde su origen como una república democrática, de inspiración europea, en una época en la que las monarquías autocráticas estaban en decadencia. La historia del Perú, sin embargo, no siguió la letra de estos principios fundacionales sino que transcurrió dando tumbos entre gobiernos democráticos débiles y dictaduras, principalmente regidas por caudillos. Es menester reconocer que ya sea en democracia o dictadura, nuestro país no estuvo a salvo de derramamientos de sangre ni de la terrible marginación de grupos sociales como los indígenas y los campesinos. La experiencia de la violencia sufrida por nuestro país entre 1980 y 2000 demostró que las instituciones republicanas, a pesar de su modernidad, no podían ofrecer plena seguridad y justicia. Situación realmente grave en la vida social de un país que, por desgracia, arrastraba –y ello persiste hasta hoy– graves deficiencias en la valoración y el comportamiento que algunos peruanos desarrollan frente a otros al no reconocerlos plenamente en sus derechos.
La democracia para la cual es sustancial la convivencia justa y respetuosa, supone elecciones para señalar a las personas que serán servidoras de la sociedad. Sin embargo la democracia no se queda allí. Ella sostiene también el respeto para las minorías, la apertura a la pluralidad de opinión y, lo que resulta crucial, la separación de poderes. Esto significa que el Ejecutivo administra el Estado, que el Congreso se dedica a legislar y a fiscalizar los actos del gobierno y que el Poder Judicial administra rectamente justicia. Por su parte, la ciudadanía debe participar libremente de la deliberación pública y tiene el derecho de ser informada sobre los actos de las instituciones del Estado.
De lo señalado, debe pues entenderse que no se elige un poder ejecutivo para que ordene qué deben hacer los jueces. Estos deben actuar de acuerdo con el derecho. Por su parte, ninguna mayoría puede decidir quién debe ser juzgado y quién no. Tampoco el ejercicio del poder conferido soberanamente por la ciudadanía puede implicar el favorecimiento a ciertos grupos. Recordémoslo: el gobierno democrático persigue el bien de la sociedad, no el beneficio personal.
Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República