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Opinión 2 de febrero de 2014

La ley mencionada modifica el Código Penal en un sentido sumamente inquietante para disponer que se exima de responsabilidad penal a militares o policías “que en el cumplimiento de su deber y en uso de sus armas u otro medio de defensa, cause lesiones o muerte”; se elimina así la condición previa para esa impunidad, a saber, que el policía o militar haya estado haciendo uso reglamentario de su arma.

No se puede ignorar que esta ley se da en un contexto muy específico y es que en los últimos años se han producido víctimas civiles durante marchas u otras formas de protesta disueltas por las fuerzas del orden o de seguridad. Esta ley, pues, implica una ampliación de las posibilidades del uso irrestricto de la fuerza contra la población civil empleando armas de fuego, una auténtica carta blanca para que policías y militares ejerzan represión inmoderada contra la ciudadanía, al mismo tiempo que se restringe severamente la esfera de protección legal de la vida humana. Más aún, ella, por el principio de la retroactividad benigna, puede convertirse en verdadero instrumento de “amnistía” – entiéndase impunidad – para algunos crímenes horribles acaecidos en el pasado.

En suma, la norma aprobada constituye una señal más de la recurrente apuesta autoritaria y de desdén por el orden legal democrático que caracteriza a los dirigentes políticos de nuestro país, y todo ello a pesar de las severísimas lecciones que nos dejó el periodo de violencia armada que vivimos entre 1980 y 2000.

Ahora bien, si esta modificación del Código Penal tiene que ser leída como un gesto de profunda indiferencia hacia los derechos fundamentales de los peruanos, lo mismo cabe decir de la reciente decisión fiscal de archivar las numerosas denuncias por delitos de lesa humanidad a través de las esterilizaciones forzadas de mujeres cometidas durante el gobierno de Fujimori.

Como es bien sabido, esa repudiable práctica comprometió a Fujimori, así como a altos funcionarios de su gobierno, tales como ministros de Salud y otros operadores, ya que se trató de una política orquestada por el régimen, con metas a alcanzar cuotas aseguradas y premios a quien practicara más esterilizaciones, todo ello, por lo demás, en condiciones materiales de una indignante precariedad, lo cual pone de relieve una vez más la insensibilidad moral de Fujimori y sus colaboradores.

Se trató, a todas luces, de una práctica abusiva emprendida contra numerosas mujeres humildes, incluidas mujeres embarazadas, lo cual la retrata como una de esos típicos actos de discriminación por razones de género, socioeconómicas y étnicas tan recurrentes en la conducta de nuestro Estado y sus funcionarios. Tal práctica atroz, que dejó en numerosas peruanas daños materiales y también morales, configura delitos imprescriptibles que reclaman la acción de la justicia. No obstante, la autoridad fiscal ha respondido con indiferencia, sin tomar en cuenta las numerosas denuncias existentes. Así, las peruanas afectadas, que no han recibido reparaciones del Estado que las agredió, ahora ven cómo la Justicia comienza a burlarse de ellas y les dice, como se suele decir a los peruanos humildes, que sus derechos no tienen mayor importancia y que sus sufrimientos no son de interés para los poderosos.

Resulta amargamente paradójico constatar que mientras el Estado peruano pondera el valor de la legalidad y del Derecho en sus asuntos exteriores, expresa desdén por esos mismos valores cuando se trata de proteger a sus propios ciudadanos. Todo ello solo indica que la construcción de un Estado-Nación democrático es para nosotros una tarea pendiente y una meta todavía esquiva.