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Editorial 28 de mayo de 2024

La cancelación de prácticamente todos los esfuerzos por mejorar la educación –tanto la escolar como la educación superior— es uno de los peores daños causados al país por el elenco político que hoy gobierna desde el Poder Ejecutivo y desde el Congreso. La destrucción de esos intentos se origina en factores diversos que se podrían organizar en dos grandes tipos: por un lado, intereses empresariales y gremiales que se oponen a toda política que procure mejorar la calidad de las instituciones educativas y la idoneidad de quienes laboran en ellas como docentes o como funcionarios; por otro lado, una ideología ultraconservadora que se declara enemiga de toda modernización que implique inclusión, respeto a la diversidad y hasta protección y promoción de los derechos humanos.

En la última semana hemos presenciado un ejemplo particularmente grotesco de este segundo factor. Se trata del informe de un equipo de censores constituido en el Ministerio de Educación por orden de la anterior ministra, Miriam Ponce, con la instrucción de rastrear la aparición de ciertos términos o conceptos en textos escolares con el fin de eliminarlos. El escuadrón encargado de la requisa, según se sabe, revisó 710 textos, halló pasajes censurables en 57 de ellos y recomendó la erradicación de 22 libros. ¿La razón para todo ello? Que estos textos contenían alguno de los siguientes términos: conflicto armado, aborto, conflicto social, dictadura, educación sexual integral e ideología de género (sic). (Es de presumir que la instrucción quiso declarar como perseguible el término “género”, pero que por torpeza consignó el término “ideología de género”).

La lista de las palabras censuradas releva de mayor comentario sobre el carácter regresivo y autoritario de la iniciativa. Desde hace años diversos sectores presentes en el Congreso, y que hoy influyen decisivamente sobre el Ejecutivo, libran una auténtica guerrilla cultural contra las implicancias inclusivas del concepto de género y otros asociados a él. La nómina de términos censurables revela, también, una determinación negacionista y una vocación de revisionismo histórico en tanto procura, por ejemplo, excluir no solamente la noción de conflicto, sino incluso la de dictadura.

Pero más allá de esta imposición ideológica, que es grave en sí misma, el episodio ilustra una dimensión adicional de la descomposición de la gestión pública en el país. En estos días más de un especialista ha recordado que la aprobación o la modificación de los materiales educativos implica largos procesos de estudios y consultas y que uno de los avances conseguidos en los últimos años fue precisamente el desarrollo de criterios técnico-pedagógicos para la evaluación de los textos y otros recursos. Lo que este intento de censura muestra es todo lo contrario: una operación de ribetes casi policiales y ajena a todo criterio técnico; en suma, la ejecución de una consigna antes que un acto de gestión pedagógica.

El actual ministro de Educación, Morgan Quero, ha declarado en los últimos días que no habrá censura de textos escolares y ha dicho que esa operación y el informe a que dio lugar fueron una idea de la anterior ministra. Cabe exigir que esas palabras vengan seguidas pronto por algún acto formal –una resolución o alguna otra expresión oficial del Ministerio—que deje sin efecto este intento de convertir a la educación peruana en un anexo más de la regresión autoritaria que hoy se experimenta en el país.