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Análisis 28 de enero de 2025

Pese a no tratarse de un fenómeno nuevo, el crimen organizado se presenta en la actualidad como una de las amenazas más alarmantes para la democracia y el sostenimiento del Estado de Derecho. Cada país del mundo lidia en el presente con la problemática de la criminalidad organizada, aunque con diversas magnitudes y características. De acuerdo con el Índice de Crimen Organizado Global elaborado por la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Trasnacional (GI-TOC)[1] entre el 2021 y el 2023, el crimen organizado estudiado a nivel global experimentó un incremento de 0.16 puntos, pasando de 4.88 a 5.03 en una escala de 0 a 10 que considera indicadores como la presencia de mercados ilegales, actores criminales y resiliencia. Conforme al mismo índice, el Perú supera el promedio mundial de criminalidad organizada con una puntuación de 6.40 al 2023, la cual es mayor en 0.5 puntos respecto del periodo de análisis anterior (2019-2021). Con dicha calificación, nuestro país se ubica en el puesto 32 en el ranking mundial y en el puesto 6 a nivel de América Latina.

Estos datos grafican con elocuencia la gravedad de la situación mundialmente, y, de manera todavía más preocupante, en Perú. Sin embargo, es probablemente la intersección entre la complejidad del problema y la ausencia de ideas por parte del Estado peruano para enfrentarlo, lo que da origen a un escenario verdaderamente pesimista.

Una de las medidas a las que el Gobierno ha recurrido con mayor frecuencia ante el escalamiento de la situación a nivel nacional, es la declaración o prórroga del estado de emergencia en distintas regiones del territorio peruano. Tan solo entre mayo de 2024 y enero de 2025; es decir, el periodo transcurrido desde que Juan José Santiváñez asumió funciones como ministro del interior, el Ejecutivo ha promulgado 57 decretos supremos de estado de emergencia. De este universo, casi el 80% (45 decretos) guarda relación con el contexto de criminalidad organizada, en tanto se alega la necesidad emprender o dar continuidad a acciones que responden al incremento de delitos como la extorsión, el tráfico ilícito de drogas, la trata de personas, y otros supuestos de inseguridad ciudadana y amenazas al orden interno.

El artículo 137 de la Constitución reconoce la facultad del Ejecutivo de declarar un régimen de excepción, como el estado de emergencia, cuando se presente un “caso de perturbación de la paz o del orden interno, de catástrofe o de graves circunstancias que afecten la vida de la Nación”. Desde el Derecho Internacional se entiende que, en determinadas ocasiones, la declaración de un estado de emergencia es el mecanismo idóneo y necesario para proteger derechos y/o principios que son esenciales para la sociedad y que el Estado se encuentra obligado a garantizar. Esta acotación es importante, precisamente porque no debe perderse de vista que, durante un estado de emergencia, los Estados toman la decisión de restringir o anular el respeto de ciertos derechos y libertades, como justificación para satisfacer bienes mayores.

En otras palabras, cuando el Estado decreta un estado de emergencia, lo que le comunica a la población es que la única manera de satisfacer sus derechos y garantizar su integridad es, paradójicamente, limitando sus derechos fundamentales. En esa fórmula, el Estado se transforma tanto en garante como en amenaza para los derechos de sus ciudadanos. En protector y en fuente de riesgo para las personas. Y, aunque podría discutirse si el agravamiento de la criminalidad organizada en el país se enmarca en los supuestos que prevé la Constitución, es incuestionable que la estrategia trillada del Estado supone un precio muy alto para la población que debería estar asumirse en escenarios estrictamente limitados.

Recientemente, además, Patricia Juárez, congresista de la bancada de Fuerza Popular y primera vicepresidenta del Congreso, anunció que presentaría un proyecto de ley para restituir la figura de los “jueces sin rostro” como una “medida clave” para hacer frente al crimen organizado. Juárez anunció en la red social X, que su objetivo era permitir que los jueces “tengan mano dura al sancionar” sin enfrentar “temor a la delincuencia”.

Desde la entrada en vigor de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, Perú y Colombia son los únicos dos Estados pertenecientes al SIDH que han implementado en algún momento de su historia legislación que instale a “tribunales sin rostro”. En el caso de Perú, el uso de estos jueces y tribunales se dio en el marco del Decreto Ley 25.475, promulgado durante el gobierno de Fujimori en la década de 1990 para juzgar a los delitos relacionados con el terrorismo y la traición a la patria. Por su parte, en el caso de Colombia se estableció una jurisdicción similar en la década de 1990, pero con la diferencia de que también se incluía la competencia sobre ciertos tipos de delitos relacionados con el narcotráfico.

Respecto al Perú, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha analizado al menos siete casos contenciosos en los que se alegaban afectaciones al derecho a las debidas garantías judiciales derivadas del recurso a la figura de los “jueces sin rostro”. En cada uno de dichos casos, el Tribunal concluyó que la implementación de estas medidas supuso la violación del derecho a ser juzgado por un juez independiente e imparcial, y que impidió, además, que el procesado pudiera cuestionar la legalidad, idoneidad y competencia del juez asignado a su causa.

Puede ser que, en un contexto como el que vivimos, estas anotaciones generen la impresión de que se sobrepone una “formalidad” a un objetivo más valioso, como lo es asegurar que el sistema de justicia pueda accionar sin enfrentar represalias delictivas. La propia jurisprudencia de la Corte IDH no cierra por completo la posibilidad de discutir escenarios en donde aplicar este tipo de mecanismos podría justificarse en términos convencionales. No obstante, siempre y en todo caso, será necesario que el Estado demuestre que actúa tras una juiciosa ponderación de valores, en circunstancias verdaderamente graves y como último recurso para proteger derechos humanos. Resucitar una legislación que nunca superó el más mínimo análisis constitucional ni convencional – como pretende la bancada fujimorista – difícilmente cumple con dichos criterios.

Lo mencionado hasta aquí presenta un panorama desolador. Frente al crimen organizado, la ausencia de ideas. Hasta la fecha, el Estado peruano, que concentra el monopolio del poder público y que es, por lo tanto, responsable exclusivo de erradicar este problema y proteger a la población de su agudización, no ha concertado ninguna estrategia eficiente ni garantista. Las respuestas frente a un mal que se agrava deben ser, sin duda, firmes, pero no pueden nunca suponer una carta blanca para el atropello de nuestros derechos y libertades.

(*) Coordinadora del Área Académica y de Investigaciones del IDEHPUCP

(**) Miembro del Área Académica y de Investigaciones del IDEHPUCP


[1] Global Initiative Against Transnational Organized Crime (GI-TOC). (2023). Índice global de crimen organizado. GI-TOC https://ocindex.net/