Ha muerto Gonzalo Portocarrero y su muerte cierra una de las más creativas aventuras intelectuales de nuestro tiempo. La trayectoria de sus libros y ensayos deja testimonio inequívoco de una búsqueda que fue siempre cambiante y fue siempre la misma. Desde sus preguntas iniciales sobre la estructura económica y nuestra historia política, Gonzalo Portocarrero transitó hacia la indagación sobre los sustratos de la vida cultural del país, un campo en el que fue pionero y maestro. Pero esos sucesivos cambios de foco estuvieron siempre al servicio de una misma inquietud: interrogar, comprender y desafiar a las estructuras profundas en las que se alojan y sostienen la injusticia y la dominación en nuestro país.
Si el signo del pensador es el riesgo, hay que decir que Gonzalo Portocarrero ha sido uno de los pocos pensadores genuinos con que contaba nuestra tradición humanística y científico-social. No fue su objetivo cobijarse en la seguridad que ofrecen lo obvio y las verdades ya gastadas, sino abrir nuevas puertas y ventanas para echar luces sobre las durezas de nuestra vida colectiva. Por ello, el signo definidor de su escritura es la especulación, que no es, como se cree, la elucubración gratuita y arbitraria, sino la interrogación metódica, el uso de la teoría y de la experiencia para ver o figurar aquello que el prejuicio, la costumbre y el pensamiento gregario vuelven invisible. Preguntarse sobre la gravitación presente y cotidiana del racismo en nuestra vida institucional y en nuestras vidas personales; rastrear los caminos por los cuales la jerarquía y la discriminación se arraigaron en la imaginación peruana; leer en las artes esa persistente tensión entre nuestra comunidad política y el exigente ideal democrático; preguntarse, en última instancia, por el «lugar» de nuestra infelicidad para poder imaginar desde ahí un país distinto: todas esas figuraciones del pensamiento de Gonzalo Portocarrero nunca fueron maneras de cerrar una discusión sino de abrirla.
Pero, además, todas esas preguntas, a la vez que expresan una aguda facultad teórica, manifiestan una poderosa pasión moral: la pasión por la democracia, por la justicia, por la defensa de los derechos de todos. Por ello fue un orgullo para el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP contar a Gonzalo Portocarrero como uno de sus miembros y, en el último año, como un integrante de su Consejo Directivo. Su presencia entre nosotros fue enriquecedora por su inteligencia, por su compromiso y por su generosidad. Los esfuerzos y los logros futuros de IDEHPUCP serán también parte de su legado.