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Opinión 30 de julio de 2025

Por Carlos Piccone Camere (*)

“Hijo: Espantado de todo, me refugio en ti”.
—José Martí

Con la oración que he colocado como epígrafe comienza el Prólogo de Ismaelillo, el breve poemario que José Martí escribió desde su exilio en Caracas en 1881 y dedicó a su único hijo, José Francisco, apodado tiernamente ‘Ismaelillo’, que entonces contaba apenas tres años. El libro es una caricia que intenta surcar el mar Caribe para alcanzar las costas cubanas donde se encontraba el hijo ausente, pero también una afirmación moral en medio del desarraigo. Ismaelillo aparece como figura de refugio y de promesa. El padre, “espantado de todo”, no huye del mundo: se aferra a su hijo como punto ético firme desde donde resistir el espanto y luchar por un mundo con rostro humano.

Hoy también podríamos hacer nuestro el sentimiento de Martí y decir, por ejemplo, que la corrupción nos espanta, que el sicariato nos espanta, que la guerra nos espanta y que, espantados de todo, anhelamos un refugio seguro. Y es que, ante la vista y paciencia de todo el que tenga acceso digital, miles de Ismaelillos mueren sin haber tenido siquiera una oportunidad real de vivir. Algunos ya no tienen padre que les cante, ni madre que les abrigue. Otros sobreviven, sin darse el lujo de deshidratar sus cuerpos con lágrimas, racionando calorías, sin saber hasta cuándo. Paradójica y dolorosamente, en la era digital los Ismaelillos mueren “en vivo”. En ellos resuena también el nombre del primer Ismael, el hijo de Abraham y Agar, expulsado al desierto, arrojado fuera del espacio de la promesa. Consoladoramente, la tradición bíblica cuenta que Dios no lo olvidó. Lo escuchó llorar en el desierto. Ismael significa precisamente eso: “Dios escucha”.

Pero hoy el mundo no parece escuchar. O acaso lo hace selectivamente. “Muteamos” los llantos de Gaza. Les bajamos el volumen a los gritos ahogados de las madres que quedan “huérfanas” de sus hijos. Las cifras se acumulan como si fueran inevitables. Las víctimas se convierten en datos. Los niños, en efectos colaterales. ¿Cómo sostener la esperanza en estas condiciones? ¿Cómo educar a un hijo cuando el horizonte está marcado por el cinismo y la deshumanización? ¿Cómo hablar de dignidad humana cuando la infancia misma es amputada a plena luz del día?

Desde el primer rezo del Regina caeli de su pontificado, el papa León XIV ha llamado, implorado, exigido que cese la guerra, denunciando con insistencia la tragedia en Gaza. En efecto, ha pedido el cese inmediato del fuego, la liberación de los rehenes y el acceso a ayuda humanitaria para la “exhausta población civil” (11 de mayo). Poco después, advirtió alarmado que “los niños, las familias y los ancianos supervivientes están pasando hambre” (18 de mayo), y evocó los “llantos de las madres y los padres, que abrazan los cuerpos sin vida de sus hijos” mientras huyen en busca de alimento y refugio, llamando al respeto “íntegro del derecho humanitario” (28 de mayo). Frente al creciente uso de armas “poderosas y sofisticadas”, recordó que “no debemos acostumbrarnos a la guerra”, citando al Concilio Vaticano II sobre el riesgo de que la crueldad se intensifique hasta niveles nunca antes vistos, y reafirmando la máxima del papa Francisco: “¡la guerra es siempre una derrota!” (18 de junio). Más adelante, lamentó la “vehemencia diabólica” con que el conflicto se ha abatido sobre el Oriente cristiano, denunció la manipulación emocional y retórica de las causas del conflicto, y advirtió que “la gente no puede morir a causa de las noticias falsas” (26 de junio). Finalmente, expresó su “profundo pesar” por el ataque contra la parroquia católica de la Sagrada Familia en Gaza, y reiteró su llamado urgente al “fin inmediato de la guerra” y a una “resolución pacífica del conflicto”, exigiendo “el fin inmediato de la barbarie de la guerra” (20 de julio).

León XIV ha repetido el mensaje de mil maneras y en todos los tonos. No obstante, hasta la fecha, todos los llamamientos, imploraciones y exigencias del papa parecen haber sido desoídos. Es más, cuando uno cree haber tocado fondo, aparecen nuevas atrocidades. Nada es “demasiado poco”. Y todo es “demasiado mucho” para ser verdad. Y, sin embargo, lo es: las pruebas irrefutables se viralizan como ráfagas de metralleta alcanzando a millones de testigos, pero con chalecos antibalas. El mensaje dirigido a los Ismaelillos de Gaza parece ser: “Tenemos nuestros propios problemas, urgencias, prioridades… Después de todo, ¿qué podríamos hacer?”. La pregunta no deja de ser válida: El mismo papa la ha planteado, señalando algunas respuestas concretas:

Como cristianos, además de indignarnos, alzar la voz y arremangarnos para ser constructores de paz y favorecer el diálogo, ¿qué podemos hacer? Creo que, ante todo, es necesario rezar de verdad. Depende de ustedes convertir cada noticia trágica y cada imagen que les impacta en un grito de intercesión a Dios. Y luego ayudar, como ustedes hacen y como muchos hacen y pueden hacer a través de ustedes. Pero hay más, y lo digo pensando especialmente en el Oriente cristiano: está el testimonio. Es la llamada a permanecer fieles a Jesús, sin enredarse en los tentáculos del poder. Es imitar a Cristo, que venció al mal amando desde la cruz, mostrando una forma de reinar diferente a la de Herodes y Pilato: uno, por miedo a ser destronado, mató a los niños, que hoy no dejan de ser destrozados por las bombas; el otro se lavó las manos, como corremos el riesgo de hacer cada día hasta llegar al umbral de lo irreparable. (León XIV, 26 de junio de 2025).

Las oraciones, las verdaderas, no pueden ser anestesia cardíaca ni evasión mental. Martí buscaba refugio en su hijo frente a todo el espanto pero para no perder valor, para no perder la esperanza: porque uno no puede sino refugiarse en un amor que acaricia el alma, pero que también la inflama. La oración no aliena: ¡devuelve al orante a la realidad! El compromiso es su validación.

Gaza no es, sin embargo, un asunto que deba incumbir únicamente a los creyentes de una u otra religión. En mayor o menor medida, Gaza es asunto de todos. Lo que el mundo haga con Gaza hoy, nos permitirá reconocernos mañana como humanidad o sobrevivir disimulando un remordimiento cobarde hasta el fin del Antropoceno.

Cuando de pequeños en la escuela nos hacían recitar el poema Masa de César Vallejo, se nos hacía difícil intuir qué significaba aquello de “el cadáver ¡ay! siguió muriendo”; no teníamos la conciencia suficiente para reconocer que no basta con que se acerquen al muerto veinte, cien, mil, quinientos mil o incluso millones de individuos. Solo cuando todos los hombres de la tierra rodearon al muerto, ocurre el milagro de la resurrección.

Me inquietan los ojos de mi hijo, que tiene casi la edad del Ismaelillo de los versos de Martí. Temo el día en que me pregunte cómo hacíamos los adultos para blindarnos los sentimientos con acero, mientras por dentro se nos oxidaba la compasión.

Tal vez por eso hoy, ante tanto espanto, sea necesario volver a los versos que continúan la dedicatoria de Martí a su —¡a nuestro!— Ismaelillo: “Hijo: Espantado de todo, me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti”.

(*) Docente en el Departamento Académico de Teología de la PUCP y doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad de Londres.