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10 de diciembre de 2025

El jurista ecuatoriano Juan Pablo Albán Alencastro visitó el IDEHPUCP el pasado octubre durante la XIX edición del Concurso Regional de Derechos Humanos Yachay, en el que se abordó la relación entre las economías ilícitas, la violencia y su impacto en los derechos humanos. Albán Alencastre fue el creador del caso hipotético del Concurso de este año y, en ese marco, ofreció una charla a los participantes e integró el jurado del litigio final. 

Juan Pablo Albán es licenciado en Ciencias Jurídicas y abogado de los Tribunales de la República del Ecuador, magíster en Derecho Internacional de los Derechos Humanos y doctor en Jurisprudencia por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, además de doctor de la Ciencia del Derecho por la Universidad de Notre Dame, Estados Unidos. Es profesor titular de Derecho Penal, Derecho Internacional y Derechos Humanos en la Universidad San Francisco de Quito, director de sus Clínicas Jurídicas de Interés Público, exfuncionario de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y ha sido vocal del Consejo de la Judicatura del Ecuador. Actualmente es miembro y presidente del Comité contra la Desaparición Forzada de las Naciones Unidas para el periodo 2021–2025.

Con una trayectoria que combina el trabajo académico, la función pública y la cooperación internacional, Albán reflexiona en esta entrevista sobre los retrocesos en materia de derechos humanos, los desafíos del sistema internacional, la estigmatización del activismo y el papel crucial de las nuevas generaciones.

Revisando su trayectoria encontré declaraciones suyas en las que destaca la importancia de que las nuevas generaciones se involucren en asuntos de derechos humanos. Usted también es docente. Entonces, desde sus espacios de trabajo, ¿cómo ve hoy el trabajo de estas nuevas generaciones que se vuelcan al campo de los derechos humanos? 

Creo que es muy importante resaltar que haya un sector de la juventud que aún se sienta llamado a ingresar, a especializarse, en el campo de los derechos humanos, pues hoy el reto ya no es solamente fiscalizar o indagar los casos en los que los Estados se ven involucrados, ahora también hay que hacerle frente a quienes quieren menoscabar el trabajo de defensa de los derechos humanos. Esto se ve reflejado en los discursos antiderechos y en la disminución de las capacidades de las organizaciones de la sociedad civil y de los propios organismos internacionales, por recortes presupuestarios y de personal, entre otras cosas. Todo eso hace que sea menos atractivo involucrarse en actividades de defensa.

A esto se suma que, al menos en América Latina, hay cada vez más estigmatización del trabajo en derechos humanos y de quienes nos dedicamos a esto. Nuestro trabajo antes era visto como una defensa legítima de las personas, hoy es percibido por parte de la ciudadanía como una defensa de “cosas malas”: la defensa de delincuentes, de la eutanasia, del aborto, del matrimonio igualitario. Todo eso se presenta como supuestas amenazas cuando, en realidad, se trata del ejercicio de derechos de personas que no necesariamente comparten las mismas oportunidades o visiones de vida.

Otro factor negativo es el descrédito que también sufre el propio movimiento de derechos humanos. Cada organización y cada colectivo de víctimas tiene su propia agenda, no siempre se apoyan entre sí, compiten por fondos, por espacios de incidencia, por el acceso a potenciales víctimas. Esa competencia interna también perjudica.

Además, se ha dado un viraje curioso: durante años muchas universidades incorporaron los derechos humanos en sus programas académicos. Hoy, como ya no es un tema atractivo, sino uno que incomoda y puede ser mal visto, muchas instituciones le están bajando el perfil a sus áreas de derechos humanos, limitando recursos. Todo esto, en conjunto, hace que trabajar en derechos humanos hoy no necesariamente sea muy efectivo.

Por ello yo sigo creyendo en ejercicios como este concurso. Mi propia carrera empezó en un concurso. Como estudiante de Derecho, hace 27 años, yo tenía una visión completamente distinta de lo que quería hacer, y el participar me cambió la perspectiva. Me hizo entender el valor de la institucionalidad internacional, del marco normativo, de los logros —no siempre visibles— que se han alcanzado, y de la esperanza que representa para las personas que no consiguen justicia en sus países. Así, sigo convencido de que estos concursos hay que promoverlos, hay que abrir la discusión a las generaciones más jóvenes. Ellos tienen ideas más frescas, visiones más esperanzadoras. Nosotros, los que llevamos demasiado tiempo en esto, estamos muchas veces desgastados. Ellos vienen con un impulso nuevo, y eso hay que empujarlo.

¿Podríamos intentar hacer un ejercicio para ubicar en qué momento defender los derechos humanos dejó de ser una “buena idea” en el imaginario colectivo?

El mundo no está resuelto y no creo que alguna vez lo esté. Cada época histórica, según sus particularidades económicas, sociales, políticas y militares, tiene su propia crisis. El sistema internacional de protección surge cuando se dan cuenta de que las salvaguardas constitucionales eran insuficientes, porque el propio Estado podría convertirse en el primer violador de derechos. Entonces la comunidad internacional tenía que intervenir invocando esta noción tan difícil de explicar que es la dignidad humana.

Pero los ataques contra la dignidad no son solo los del Holocausto o las dictaduras. También es un ataque a la dignidad destruir el vínculo de una comunidad con su tierra, empujarla al exterminio de su identidad. También lo es aprovechar las tecnologías para deshumanizar al otro, o quedarse de brazos cruzados frente a la violencia extrema. Cuando el Estado actúa de manera omisiva frente a la violencia, termina convirtiéndose en partícipe necesario de los actos de la delincuencia organizada. Eso es un ataque directo a los derechos humanos y a la dignidad humana. 

Hay además un tema: a medida que tenemos más derechos, queremos más derechos. Ese proceso expansivo puede ser también la perdición de los derechos si se pierde de vista lo esencial. No todo lo que queremos puede ser un derecho exigible. Querer un artículo de lujo o querer expandir una propiedad no es un derecho exigible. El núcleo de los derechos humanos está siempre en preservar las condiciones mínimas de dignidad para todas las personas.

Aquí aparece una discusión de fondo: el “derecho a tener derechos”, como lo planteaba Hannah Arendt. El derecho a pertenecer a la comunidad humana, a no ser deshumanizado. Cuando alguien es deshumanizado, entonces se le quitan todos sus derechos. Hoy el discurso de los derechos humanos, tanto desde el poder como desde algunos sectores que los defienden, se centra en decirle al otro qué derechos tiene y qué derechos no. Y ese es un problema profundo.

Eso de decirle a la otra persona a qué derechos tiene derecho, esa “selección de derechos” acentúa nuestras diferencias, ¿no? Es decir, hay una mayor visibilidad de las diferencias…digamos, “para bien y para mal”. Para “bien” porque hace evidente la necesidad de los Estados de abordar ciertas desigualdades, pero, por otro lado, también ha alimentado la xenofobia y el rechazo al “otro”.

Definitivamente ha tenido un doble efecto. Por un lado, ha permitido visibilizar fenómenos que antes no se conocían y ha generado ciertos grados de empatía. Pero también ha visibilizado al otro como diferente, y eso genera miedo.

Ese miedo se traduce en frases como: “me va a quitar el trabajo”, “me va a quitar el espacio”, “es peligroso”. La empatía existe, pero es débil. Frente a la orientación sexual diferente, frente al extranjero, frente al pobre, frente al indígena, frente al afrodescendiente, la respuesta suele ser el rechazo.

En Ecuador esto es muy claro. El afroecuatoriano es estigmatizado como delincuente. El indígena, como terrorista. Y se olvida que muchas de las conquistas democráticas vienen precisamente de sus movilizaciones.

Hoy también tenemos acceso a una sobreabundancia de desinformación. La gente cree cualquier cosa que ve en redes sociales. Los medios tradicionales han perdido peso, y cualquiera puede decir lo que quiera, distorsionar, manipular. Eso también alimenta el desprestigio de los derechos humanos.

Desde su rol en Naciones Unidas, ¿hay hoy menos compromiso de los Estados con los tratados de derechos humanos?

El derecho internacional está construido deliberadamente en términos laxos. Las obligaciones son abiertas, no muy precisas, y casi no existen mecanismos coercitivos para obligar a su cumplimiento. Además, hay una enorme confusión entre derecho y política.

En derechos humanos, donde el Estado siempre tiene algún grado de responsabilidad, esto se agrava. Los Estados interpretan las normas a su conveniencia: invocan soberanía, subsidiariedad, y descargan la responsabilidad en actores privados. Además, cuando quienes fiscalizan son los propios Estados, pasa lo que dice el refrán: entre bomberos no se pisan la manguera. Nadie exige con fuerza porque sabe que mañana puede tocarle a él.

La diplomacia se mueve entre temores: temor a perder socios comerciales, apoyo económico, respaldo político. Todo eso frena cualquier exigencia real. Hoy hay un debilitamiento serio del sistema. Hemos tenido recortes presupuestarios de hasta el 40 %. Eso significa menos sesiones, menos visitas a países, menos análisis de casos. Los expertos de la ONU no somos funcionarios a tiempo completo y tampoco recibimos salarios estables como en otros sistemas.

Este debilitamiento puede derivar en una crisis enorme de derechos humanos en muy poco tiempo. Y no es algo que haya surgido solo ahora: es un proceso que viene de lejos.

En este contexto, ¿qué tuvo en cuenta al momento de construir el caso hipotético para el Yachay?

Esta es la cuarta vez que escribo un caso hipotético para un concurso, y siempre, en cada caso, pongo el foco en la realidad más crítica del momento.  Antes abordé los ataques a defensores de derechos humanos, la protesta social, los estados de excepción, el uso de tecnologías combinado con derechos de las mujeres. Hoy, el fenómeno más grave es cómo la inactividad estatal radicaliza la violencia de los particulares. Especialmente cuando el Estado se beneficia, por ejemplo, de economías ilegales como la minería ilegal.

Las principales víctimas son niños, niñas y adolescentes. Los varones son carne de cañón para las bandas; las niñas, además, son víctimas de explotación sexual. Es una realidad brutal y muchas veces invisibilizada. Por eso decidí escribir este caso sobre economías ilícitas, violencia y derechos humanos, porque es uno de los problemas más acuciantes de este momento en nuestra región. En ese campo tenemos una gran tarea pendiente.

(*) Periodista. Responsable de prensa del IDEHPUCP.