Escribe: Irene Palla (*)
En el plano de las relaciones políticas entre los hombres, no se puede hacer nada sin que haya en el hombre un carácter moral o ético. (Aristóteles[1])
En las antiguas civilizaciones, tanto de Oriente como de Occidente, se señalaba la necesaria vinculación entre la ética y la política. A lo largo del globo, las y los grandes sabios pusieron profundo interés en investigar la estrecha relación que existe entre ambas y las consecuencias de su eventual separación. En efecto, Aristóteles advertía que la política sin ética genera corrupción y un sinnúmero de actos injustos. Mientras que la ética sin política pierde la capacidad de poder hacer el bien a la comunidad en general.
Política y ética. Esta competencia electoral es un buen ejemplo para ilustrar lo olvidada que se encuentra la vital conexión entre ambos conceptos. Peor aún, la ética aparece como un término débil y casi despreciable, que carece de valor y reconocimiento para buena parte de los actores que tienen un espacio en la oferta política. Y, sin embargo, recuperarla resulta urgente para no caer en juegos políticos que recurren a la instrumentalización del miedo para influenciar a la opinión pública. Porque esta campaña presidencial no ha apostado a la razón y a propuestas coherentes, sino más bien a las emociones de la población, en particular a las que espantan y producen temor. Tomemos como ejemplo el caso de la crisis venezolana.
En la primera vuelta electoral, las personas migrantes y refugiadas venezolanas han sido retratadas como criminales, representando el chivo expiatorio[2] de un Estado débil y de partidos incapaces de formular en sus planes de gobierno propuestas inclusivas y universales. El tema de la migración ha sido constantemente asociado al de la inseguridad ciudadana, tanto que en una encuesta de opinión nacional realizada entre el 22 de marzo y el 3 de abril de 2021[3], el 75,9% de las y los entrevistados creía que las personas venezolanas en Perú que se dedican a acciones delictivas sean mayores del 10% (con extremos: el 22,3% piensa que sean entre el 41 y el 50% y el 13,1% entre el 61 y el 80%). En la misma encuesta, emerge que los medios de comunicación son en parte promotores y responsables de esta idea, en cuanto el 80,2% de las y los ciudadanos entrevistados afirma que el tema principal transmitido por estos canales con respecto a las y los migrantes sea justamente el de la delincuencia y el 63% sostiene que los medios de comunicación peruanos promueven actitudes discriminatorias y de rechazo hacia la población venezolana.
Sin embargo, en el primer debate de la segunda vuelta electoral, ambos candidatos presentaron propuestas políticas de mano dura para tranquilizar la opinión pública: una proponía la militarización de las fronteras (como esperaba el 65,3% de las personas encuestadas) y el otro sacar del país a todos los migrantes que cometen delitos (según los deseos del 77,1% de las y los entrevistados). Como se observa, en ambas propuestas se encuentran ausentes los enfoques de derechos humanos y de protección al refugiado, y no tienen en cuenta la persona en su integridad y tampoco los acuerdos internacionales que el país se ha empeñado a firmar. La ética se ve otra vez vencida frente a la criminalización del extranjero.
«El nombrar Venezuela da escalofríos y hace temblar, pero no genera compasión ni reconocimiento de los derechos. Ha cambiado la forma de presentar a la persona venezolana, pero no su sustancia: la de un sujeto al que no se reconocen sus derechos humanos y humanitarios.»
Pero el discurso en la temática migratoria da una vuelta drástica y novedosa cuando menos se esperaba. Curiosamente, la opinión del supuesto ha empezado a tener valor y su experiencia es ahora considerada como digna de atención y respeto. Incluso, sus testimonios se presentan como voces premonitorias, oráculos nefastos de lo que podría pasar a Perú si ganara un partido de izquierda “socialista-comunista-terrorista”. Estas narraciones se presentan como sensacionalistas y victimizadoras, muestran personas quebradas y tienen la finalidad de asustar y sembrar pánico, frente a un escenario de crisis humanitaria que ocasiona la más importante migración forzada en la historia de la región latinoamericana.
Más allá de la posición política, lo aterrador es la instrumentalización del drama personal para fines electorales, la cual no presenta ni una pizca de ética y de coherencia. Las personas entrevistadas son principalmente venezolanos que han logrado integrarse a nivel laboral en Perú, que han salido solos del hambre, de la inseguridad, de la falta de trabajo. Los grandes ausentes de esta narración, no obstante, son los derechos de las personas migrantes y refugiadas y sus reivindicaciones. Frente a un incremento de la política del espectáculo y securitista en el último año y medio, ninguno de estos testigos menciona las dificultades, negligencias y vulneraciones sufridas en el Perú. Sus relatos normalmente se cierran en la necesidad de huir, en el derecho humano de salir de un país, sin que a la vez hagan referencia a la casi imposibilidad de ejercer el derecho a ingresar a otro: a verse reconocidos como refugiados en Perú[4]. Por lo cual la indiferencia hacia la situación de la población migrante y refugiada en el país sigue imperturbable.
Por primera vez en los últimos 4 años, la persona venezolana aparece en los medios de comunicación y los ojos de las y los ciudadanos peruanos con un cuerpo, una voz y una opinión personal. No es solo un número, una masa amorfa criminal, que espanta por su agresividad. Ahora es el títere que más genera susto por su pobreza en el escenario político de la segunda vuelta electoral, es la víctima del despotismo de izquierda, que advierte de los peligros por venir y es síntoma de desgracias inminentes, sin análisis de lo que de verdad ha pasado en su país y las diferencias que existen con Perú. Pero, otra vez, la sociedad peruana se aterroriza por el enemigo de fuera y no por las carencias y el peligro del autoritarismo que ya tiene en su interior, acentuados por la crisis sanitaria, económica y política, y que -como todos los autoritarismos- no tiene .
El nombrar Venezuela da escalofríos y hace temblar, pero no genera compasión ni reconocimiento de los derechos. Ha cambiado la forma de presentar a la persona venezolana, pero no su sustancia: la de un sujeto al que no se reconocen sus derechos humanos y humanitarios. Tampoco se puede esperar algo diferente después de las votaciones del 6 de junio, porque el mencionar la crisis venezolana en esta campaña es puramente instrumental para alimentar el miedo y no tiene fundamentos de reconocimiento y humanización. Ninguna solidaridad hacia la población venezolana ha sido expresada por ningún partido en toda la campaña. Ya Aristóteles nos advirtió de las consecuencias de la ausencia de la ética en la política.
(*)Coordinadora del Área de Relaciones Institucionales y Proyectos e investigadora principal de la Línea de Movilidad Humana.