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Notas informativas 24 de noviembre de 2020

David Sulmont [*]

Hemos tenido cuatro presidentes en cuatro años, tres de ellos en las últimas dos semanas. A menos de un año de ser elegidos, 105 congresistas deciden vacar a un presidente que tiene ocho veces más popularidad que ellos, usando una figura constitucional que depende únicamente de la aritmética parlamentaria. Desde el 2016, vivimos en una constante tensión entre el ejecutivo y el parlamento, que se ha expresado en tres censuras a gabinetes ministeriales, cuatro intentos de vacancia, dos renuncias presidenciales y una disolución del congreso, pasando por un referéndum constitucional hace un par de años.

La Constitución de 1993 contiene las reglas de juego que han hecho posible que las estrategias confrontacionales de los actores políticos los lleven a esta inestabilidad y les hayan permitido apretar varias veces los botones nucleares previstos supuestamente para superar los impasses entre los principales poderes del Estado. Ninguna de esas veces se logró una solución duradera del conflicto político, o por lo menos su encausamiento por canales más regulares que permitan la negociación.

Es esperable que la lucha por el poder lleve a arduas confrontaciones, pero los diseños constitucionales deben, en principio, evitar que este tipo de conflictos se convierta en un juego de la gallina, que hace referencia a aquella situación donde dos corredores de auto entran en curso de colisión esperando que uno de ellos se acobarde y se haga a un lado. Si el resultado del juego es que ambos autos se chocan y destrozan, todos pierden.

Es cierto que cuando se diseñó el tipo de presidencialismo que tenemos y las relaciones entre el ejecutivo y el legislativo, el supuesto era que las situaciones que llevarían al uso de los botones nucleares serían raras. Pocos imaginaban, por ejemplo, que un presidente electo tendría apenas 18 de 130 parlamentarios, mientras que sus principales opositores tendrían cuatro veces más.

Una ficción que está detrás de muchos diseños constitucionales es que los actores políticos se organizan en partidos que tienen horizontes de mediano y largo plazo: si pierden una elección pueden ganar la siguiente, por lo tanto, les interesa desarrollar una estrategia y reputación que les permita llegar a esa meta respetando las reglas de juego que lo hacen posible. Ese horizonte más amplio supuestamente incentivaría a los partidos a desarrollar vínculos con sectores de la sociedad con el objetivo de representarlos y construir una base de apoyo electoral estable en el largo plazo.

Como sabemos, esos partidos no existen en el Perú. Las propias reglas de juego que tenemos han permitido que los actores que compiten en nuestra política democrática sean “coaliciones de independientes” (para retomar el término acuñado por el politólogo Mauricio Zavaleta), compuestas por políticos que priorizan intereses individuales de corto plazo (algunos claramente mafiosos). Cambios legales recientes han agravado ese cortoplacismo, específicamente la prohibición de la reelección, tanto de alcaldes, de gobernadores regionales, como de parlamentarios. Si el futuro no existe para un político, ¿por qué tenemos que pedirle que no choque el carro?, sobre todo si es prestado o alquilado.

La última crisis política ha puesto nuevamente sobre el tapete la discusión sobre una reforma constitucional. Varias organizaciones de izquierda han tenido como bandera política en los últimos años la reforma de constitución, pero ellas tenían como blanco el capítulo económico, mientras que la evidencia actual nos muestra que el problema más grave va más bien por otro lado: nuestro diseño presidencial; el equilibrio de poderes entre ejecutivo y parlamento y sus respectivas prerrogativas; las características del diseño electoral.

«Una constitución consagra los derechos de los ciudadanos. La tendencia histórica en las democracias es que estos derechos tiendan más bien a expandirse en vez de contraerse.»

El problema es cuál es el mecanismo político que permite que estos temas se discutan y se decidan. Es dudoso que un nuevo cuerpo deliberativo y/o legislativo, parlamento o constituyente, resuelva ese impasse sin que antes se produzcan consensos más claros acerca de qué es lo que está en juego y qué es lo que debe reformarse específicamente. Un nuevo momento constituyente requiere una mayor discusión constituyente en la sociedad, ya que lo que está en juego es sumamente serio.

En primer lugar, una constitución consagra los derechos de los ciudadanos. La tendencia histórica en las democracias es que estos derechos tiendan más bien a expandirse en vez de contraerse. Un primer consenso entonces debería asegurar ese principio, una nueva constitución no debe recortar los derechos individuales ya existentes (civiles, políticos y sociales), sino más bien pensar en expandirlos. Existen algunas áreas donde esa expansión es necesaria y tal vez posible, sobre todo si las nuevas generaciones hacen sentir más su voz: igualdad de género; derechos de los pueblos indígenas y originarios; derechos de los niños, niñas y adolescentes; derechos de las personas LGBTI.

Una vez asegurado este primer nivel de consenso, podemos emprender reformas que mejoren la participación y la representación de la ciudadanía; incentiven la consolidación de organizaciones políticas más estables y responsables; equilibren la relación entre ejecutivo y legislativo; generen mecanismos de rendición de cuentas y de transparencia eficaces, y que impidan la impunidad en el abuso del poder y la corrupción. Hay ya varias propuestas en ese sentido y este grupo de reformas debería atacar los problemas del diseño institucional que han provocado la crisis e inestabilidad de los últimos años.

Un campo donde puede haber menos consensos es el de las reformas al famoso capítulo económico de la constitución. La discusión podría partir preguntándose acerca de qué tipo de políticas de desarrollo social y económico (sin convertirlas en caricaturas o muñecos de paja para evitar discusiones falaces) permiten o imposibilitan las actuales normas constitucionales. Cuando digo desarrollo, pienso en políticas que expanden las capacidades, bienestar y libertad de las personas, en una relación sostenible con su medio ambiente. La crisis económica de la década de 1980 nos ha hecho valorar la importancia de la estabilidad económica. Pero también la pobreza, la desigualdad socioeconómica y las amenazas ambientales son fuentes de inestabilidad social y política, y sobre todo recortan libertades y derechos humanos de personas y comunidades concretas. ¿Nuestro marco constitucional nos impide enfrentar esos problemas?

Plantear la solución a estos problemas en términos de “asamblea constituyente sí o no” me parece demasiado simplista. Primero vayamos creando los foros donde podemos discutir sobre todos estos temas de manera integral e inclusiva y que nos permitan pensar en cómo queremos que sea el Perú del Bicentenario.


[*] Sociólogo y Politólogo. Profesor Principal del Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú