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Opinión 17 de junio de 2025

Por Carlos Piccone Camere (*)

“La educación hoy, ahora y siempre es y será un acto profundamente humano”

Edistio Cámere de la Torre Ugarte

En los últimos años, la frontera entre lo humano y lo tecnológico se ha vuelto cada vez más porosa. Podríamos decir que hemos domesticado el oráculo de Delfos: las pitonisas ya no susurran desde grietas en trance sagrado; hoy están conectadas a servidores, y sus mensajes son traducidos por algoritmos y motores de búsqueda. En lugar de incienso, hay líneas de código; en lugar de sacerdotes, programadores. Basta un clic y una conexión estable para acceder a lo que antes se revestía de misterio y espera. La inteligencia artificial no solo redacta discursos o diseña proyectos de ley en segundos, sino que interviene con voracidad en ámbitos como la medicina, la exploración espacial, la estrategia militar o la fabricación de armas autónomas. Incluso ha penetrado el terreno afectivo: plataformas diseñadas para ofrecer compañía, afecto y estimulación emocional interactúan con usuarios cautivos de la denominada postrealidad.

Ante este avance acelerado y la redefinición de funciones tradicionalmente humanas, la Iglesia ha optado por una intervención proactiva. Con la publicación de Antiqua et Nova en enero de 2025, los Dicasterios para la Doctrina de la Fe y para la Cultura y la Educación ofrecen una reflexión ética y teológica que evita tanto el rechazo visceral como la fascinación ingenua. La reciente elección del papa León XIV —cuyo rico perfil académico y pastoral incluye estudios en Filosofía, Teología y Derecho Canónico, así como una licenciatura en Ciencias Matemáticas por la Universidad de Villanova— abre perspectivas especialmente sugerentes para el diálogo entre fe, ética y tecnología, en continuidad con el espíritu de este documento. Hay aspectos esenciales de la experiencia humana —la conciencia moral, la capacidad de amar, la fragilidad compartida, la apertura a la trascendencia— que ninguna tecnología puede replicar. Frente al espejismo de una inteligencia autosuficiente, el documento propone discernir no solo lo que la tecnología puede hacer, sino desde qué ética y hacia qué humanidad queremos emplearla.

El título Antiqua et Nova evoca la imagen evangélica del escriba que extrae de su tesoro cosas nuevas y antiguas (cf. Mt 13,52). No se trata de contraponer tradición y novedad, sino de articular ambas. La Iglesia, fiel a su vocación de interpretar los signos de los tiempos, no se limita a custodiar verdades heredadas: busca dialogar con los desafíos del presente. El documento afirma que la dignidad de la persona humana no depende de su rendimiento, inteligencia computacional ni eficiencia técnica. No se mide ni se optimiza: se reconoce, se respeta, se acompaña. Esa convicción —antigua y siempre nueva— atraviesa todo el texto.

Uno de sus aportes centrales es evidenciar las consecuencias concretas del despliegue de sistemas de inteligencia artificial, especialmente en los márgenes sociales. Antiqua et Nova desmonta la ilusión de neutralidad tecnológica y denuncia cómo ciertos algoritmos —en lugar de corregir injusticias— tienden a reproducirlas o profundizarlas. Allí donde la conectividad es limitada, la educación digital deficiente o las políticas están dominadas por intereses comerciales, la IA puede automatizar la exclusión y reforzar lógicas de descarte. Por eso, el discernimiento ético que propone no se restringe al diseño o regulación de herramientas, sino que exige situar en el centro a los sujetos vulnerables: trabajadores desplazados, pueblos sin representación digital, familias evaluadas por sistemas algorítmicos que condicionan sus derechos. Si el desarrollo tecnológico no se orienta explícitamente al bien común y a la justicia, corre el riesgo de favorecer un orden, si bien funcional, deshumanizante.

En este contexto, Antiqua et Nova recupera una noción muchas veces relegada: el discernimiento como ejercicio crítico y lúcido del libre albedrío. Se trata de cultivar una sabiduría que no se deje deslumbrar por la novedad ni paralizar por el temor, sino que sepa leer los desafíos contemporáneos con hondura ética. Discernir es preguntarse no solo qué puede hacer la IA, sino qué debería —y no debería— hacerse en nombre de lo humano. No toda innovación es progreso, ni todo avance técnico representa un bien moral.

La antropología que sustenta esta propuesta parte de una premisa esencial: el ser humano no es un nodo en una red de datos ni una unidad de procesamiento optimizable. Es una criatura encarnada, relacional y abierta al misterio (n. 34). Esta visión —arraigada en la tradición del imago Dei— se opone frontalmente a los imaginarios tecnocráticos que reducen el valor personal a métricas de eficiencia, rendimiento o autosuficiencia (n. 15). La dignidad humana no se basa en la autonomía ni en la capacidad de elección, sino en el hecho radical de haber sido creada y llamada a la comunión (n. 18). En contextos marcados por profundas desigualdades, como los que afectan a vastas regiones del sur global, la expansión de sistemas de inteligencia artificial corre el riesgo de intensificar dinámicas de exclusión si no se rige por dos principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia: el bien común y la opción preferencial por los más vulnerables. Por ello, el documento no solo interpela las conciencias individuales, sino que también cuestiona las decisiones políticas que determinan qué tecnologías se desarrollan, con qué fines y al servicio de qué intereses. La verdadera medida del progreso no radica en la sofisticación técnica de nuestras herramientas, sino en la humanidad que somos capaces de preservar, promover y fortalecer a través de ellas (n. 38).

En un mundo donde la aceleración tecnológica impone sus propios ritmos y redefine lo posible, Antiqua et Nova propone más que una advertencia: ofrece una clave para repensar el porvenir. No se trata de oponer ciencia y religión, sino de recordar que no todo lo factible es éticamente legítimo. Frente a una inteligencia sin cuerpo ni vínculos, la Iglesia —consciente de sus contradicciones, pero también de su vocación profética— reafirma que la dignidad no se programa ni se mide: se reconoce, se cuida y se defiende. El desafío no es solo convivir con la inteligencia artificial, sino preservar aquello que nos hace irremplazablemente humanos: la capacidad de compadecer, de esperar, de ser con otros. Si la técnica amplía nuestras posibilidades, será la sabiduría —esa que sabe conjugar lo antiguo y lo nuevo— la que determine el tipo de mundo que estamos dispuestos a construir.

He buscado articular una reflexión crítica y sintética, a modo de eco del documento Antiqua et Nova. No obstante, me permito cerrar con una referencia más personal, motivada por un sentimiento entrañable. El pasado 26 de mayo falleció Don Edistio Cámere de la Torre Ugarte, educador incansable y lúcido pensador humanista, cuya huella (¡qué palabra!) marcó a muchas generaciones. Con su palabra y con su vida nos enseñó que educar es, ante todo, un acto profundamente humano. Nos recordó que toda verdadera inteligencia —sea natural o artificial— debe estar al servicio de la dignidad de la persona y del bien de los más vulnerables. Tomó nota atenta de los avances de la inteligencia artificial en el campo educativo, pero dedicó su vida a cultivar, sobre todo, la inteligencia espiritual: esa que ara y fecunda el alma, que transforma el mundo desde dentro y que nos invita, una y otra vez, a pintar el futuro con color y calor humanos.

(*) Docente en el Departamento Académico de Teología de la PUCP y doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad de Londres.