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Opinión 29 de octubre de 2024

Por Iris Jave (*)

Como varias personas de mi generación, tuve el honor de conocer a Gustavo Gutierrez y trabajar a su lado a fines de los años 80 y en la década del 90 en el Instituto Bartolomé de las Casas-Rímac, el Bartolo, ese think tank centrado  en la reflexión sobre iglesia y sociedad que fundó Gustavo en a fines de los años 70 y que convocó a profesionales de diversas disciplinas, entre la teología, la sociología, la psicología, el derecho, la comunicación, la ciencia política o la educación. Sin duda, su trayectoria teológica y pastoral ha trascendido el pensamiento político peruano y latinoamericano desde la Teología de la Liberación y su opción por los pobres: un compromiso social que buscó no sólo confrontar a las estructuras de poder que perpetúan desigualdades, sino también transformar las prácticas sociales desde la experiencia de la fe. 

Al lado de ese indiscutible aporte al pensamiento crítico desde América Latina hay que destacar su afinado criterio político y sentido colectivo para situarse en y con la iglesia durante toda su vida. Los agitados años 80 y 90 fueron interpelados por una voz –la voz de la iglesia de los pobres— que demandaba profundas transformaciones y proclamaba compromisos sociales. Estos compromisos se expresaron en diversas formas de acción que iban desde los comedores populares hasta las organizaciones de derechos humanos, como las vicarías de solidaridad. Andando el tiempo, algunos decidieron apartarse de esa iglesia institucional; fue el caso de Frei Beto en Brasil. Gustavo no lo hizo, y pese a los cuestionamientos que recibió a lo largo de su vida, se mantuvo dentro y en la iglesia. Esa decisión me marcó más aún cuando me la explicó personalmente. Yo era una aspirante a periodista cuyo trabajo era identificar y clasificar las noticias sobre la Teología de la Liberación que llegaban desde el Vaticano o desde actores políticos conservadores de la iglesia peruana. ¿Qué tenía que explicar el gran teólogo a una jovencita que lo seguía con la mirada y escuchaba su voz desde varios metros de distancia? Para él era natural hacerlo. Lo hacía con cada una de las personas que trabajaban en el Bartolo, desde el conserje hasta la más alta directiva, sin predicar, pero con una intensa convicción que aprendí a reconocer amplificada detrás de sus lentes. Gustavo cultivaba esa tremenda humanidad.   

Tensiones con el Vaticano  

Gustavo se formó como sacerdote diocesano, y desde allí ejerció como párroco en una pequeña capilla del Rímac hasta que sus fuerzas lo permitieron, y como teólogo, contribuyendo con la creación de la UNEC en el país siguiendo el paso de los cambios traídos por el Concilio Vaticano II y Puebla, así como otras instancias de formación teológica nacional e internacional. En mérito al aporte de su pensamiento, encarnado en la Teología de la Liberación, ha recibido una serie de reconocimientos, entre ellos una veintena de doctorados honoris causa en universidades de todo el mundo y el Premio Príncipe de Asturias.

Gustavo ingresó a la Orden de los Dominicos en 2001. Esta fue una decisión fundamental en su vida que puede ser leída como una respuesta al contexto de tensiones entre el Vaticano y la Teología de la Liberación. En 1983, la Congregación para la Doctrina de la Fe había publicado una primera instrucción crítica hacia la Teología de la Liberación y en 1984 había emitido otra instrucción para limitar su influencia. En 1986, el Vaticano envió al cardenal Joseph Ratzinger -quien después sería ordenado Papa- como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe para conocer de cerca y emitir un informe sobre la Teología de la Liberación. El Cardenal se entrevistó en Lima con el propio Gustavo y diversos actores eclesiales, incluidos sectores conservadores de la Iglesia que fustigaban la opción por los pobres, entre ellos el Sodalicio de Vida Cristiana.

Para Gustavo no era una opción salir de la Iglesia. Unirse a la Orden de los Dominicos significó no sólo fortalecer su posición en la Iglesia desde dentro, sino también un reconocimiento a la figura de Bartolomé de las Casas, quien en el siglo XVI asumió la defensa de las poblaciones indígenas ante los abusos de los colonizadores españoles. Gustavo estudió y ofreció una postura crítica de la figura de Bartolomé de las Casas y justamente creó un centro de pensamiento y acción que lleva ese nombre. Finalmente, Gustavo fue acogido en una audiencia privada con el Papa Benedicto XVI, lo que simbolizó un cambio de postura y una aceptación de su compromiso con los pobres desde una perspectiva eclesial.

La dimensión política de Gustavo se expresa en su propuesta de una fe comprometida con la urgencia de transformar las desigualdades que afectan a los pobres mediante sus propios procesos y experiencias, en lo que él entendía como una esperanza activa. Su sentido político lo condujo a fortalecer y acompañar comunidades cristianas y movimientos sociales que debieron enfrentar el miedo y el terror durante el conflicto armado interno, contribuyendo al discurso y la práctica de los derechos de las personas y la dignidad humana con una profunda perspectiva evangélica. Su memoria sigue y seguirá presente en diversas generaciones de universitarios, académicos, líderes sociales y políticos que han seguido buscando instancias de transformación y cambio en nuestra sociedad. 

(*) Investigadora del IDEHPUCP.