Por Daniel Encinas (*) y Antonio Zúñiga (**)
En el caos que caracteriza a la política peruana nada parece permanecer en el tiempo. Ni el mejor guionista de una serie de Netflix podría idear los giros de timón que ha experimentado el país en los últimos años. Ni tampoco concebir un reparto de actores con tan alta rotación, empezando por los seis presidentes que hemos tenido desde 2016.
En este país del cambio constante, sin embargo, se esconden patrones o recurrencias que estructuran la política y permiten a los actores políticos de paso ocupar un “lugar” o “rol” conocido en nuestra trayectoria histórica. En un trabajo incluido recientemente en el libro Legados de un Pasado Irresuelto, publicado por IDEHPUCP con ocasión de los veinte años del informe final de la CVR (Encinas y Zúñiga 2023), nos enfocamos en una de estas recurrencias: la insistencia del radicalismo.
Tengo que ver una cosa mil veces, escribió Thomas Wolfe, antes de verla una vez. En Perú, hay discursos radicales que pretenden ser novedosos en los labios de las personas que se aventuran en la política, pero que en el fondo son un viejo y manoseado guion que repetimos frenéticamente cada cierto tiempo. En particular, damos vueltas una y otra vez alrededor de dos respuestas contrapuestas a la llamada cuestión nacional, es decir, la interpelación sobre el lugar que deben ocupar los sectores históricamente marginados por diferencias étnico-raciales, culturales, socioeconómicas y territoriales.
Pensemos en todo lo que ha sucedido desde la última elección. Pedro Castillo ganó la presidencia con propuestas poco claras. ¡No tenía plan ni equipo de gobierno! Pero su discurso apelaba efectivamente a un instinto político de largo aliento que historiadores como José Luis Rénique han identificado en distintos proyectos políticos. Para ponerlo en nuestros términos, Castillo encarnó la identidad refundadora-popular. Esta es una respuesta extrema a la cuestión nacional que considera que el “verdadero Perú” es indígena, andino y territorialmente periférico y que, en consecuencia, se necesita un cambio radical “desde abajo” para acabar con la élite.
Ahora bien, esta presidencia cayó tras el intento de autogolpe que todos conocemos. Su reemplazo, aunque encarnado en la figura de la vicepresidenta Dina Boluarte, puso al país en el rumbo opuesto: la identidad tutelar-elitista que propuso Keiko Fujimori, su rival en la segunda vuelta.
Esta segunda respuesta radical a la cuestión nacional también es bastante antigua. Y concibe como lo moderno a los sectores de la élite blancos o mestizos, costeños y capitalinos. En cambio, aquellos que no tienen estas características son vistos como parte del atraso y responsables de los problemas del país. Su propuesta es una disciplina “desde arriba” con el objetivo de “modernizar” o “civilizar” al Perú. El también historiador Paulo Drinot ha teorizado sobre este discurso en más de un trabajo.
Entre esas dos identidades, que comparten una tendencia hacia la violencia y el autoritarismo, es la segunda la que ha conseguido imponerse. El desprecio hacia las demandas, necesidades y la vida misma de la ciudadanía que es entendida como una enemiga a ser sometida o destruida ha permitido la coordinación de actores sedientos de poder que, en otras oportunidades, habrían chocado ad infinitum. Hoy, por contraste, forman una coalición autoritaria que incluye a Boluarte, su premier Otárola y los grupos más reaccionarios del congreso.
Así, en la danza caótica entre un radicalismo y otro ha muerto nuestra democracia y nos hemos situado en un rumbo autoritario. Con la identidad tutelar-elitista como bandera no se seduce a las masas. El juego no es convencer a la ciudadanía sino mantener unida a las autoridades que, con la desvergüenza del rechazo de 9 de cada 10 personas, mellan libertades y capturan instituciones para diluir la separación de poderes.
El más reciente episodio de la construcción autoritaria guiada por el tutelaje elitista es el renovado intento de acusar constitucionalmente e inhabilitar a los miembros de la Junta Nacional de Justicia. Pero seguramente no será el último. La pregunta es si la extensa mayoría que somos afectados por dichas medidas reaccionaremos para detener estos abusos y, sobre todo, si lo haremos — de una vez por todas — desde la insistencia democrática como sustituto de la insistencia en el radicalismo.
(*) Politólogo PUCP y candidato a doctor en Ciencia Política por la Universidad de Northwestern.
(**) Magíster en Ciencia Política y Gobierno con mención en Políticas Públicas y Gestión Pública en la PUCP.