Instrumento de comunión y de amistad, transformador del espíritu y humanizador de la realidad, el lenguaje también puede ser un arma terrible, devastadora, capaz de destruir ese terreno común de la verdad que es necesario para nuestra subsistencia. Y por esta razón, si bien es ya un lugar común afirmar que la palabra define nuestra humanidad, a veces se olvida que un hecho tan esencial como aquel constituye el origen mismo de nuestra responsabilidad moral.
El estudio de las letras no es por lo señalado, de ningún modo, una exquisitez banal. Por el contrario, es encontrar en cada palabra una manifestación privilegiada de ser en el mundo, el vehículo a través del cual se expresa una conciencia en una temporalidad y en un espacio concreto. Y ello porque el lenguaje, si bien refleja la realidad humana, también se compenetra con ella para de esa manera intentar comprenderla y darle forma. Así lo vislumbró genialmente Cervantes, cuando, en la segunda parte del Quijote, desafió las delgadas líneas que separan ficción de realidad y, desnudando la enorme soledad y desamparo que habitaban tras su personaje, hizo que al Caballero de la Triste Figura le sea contada la primera parte del libro que lo ha hecho famoso obligándolo, así, a vivir de acuerdo con su inesperada fama.
Todavía muchos, inadvertidamente, divorcian la palabra, tal como se ofrece en los textos, de la realidad y olvidan de tal suerte que la lectura misma es ya una forma de ser y de vivir, un modo de acción con el que nos hallamos directamente concernidos. Escritores como Borges nos han señalado a través de sus agudas ficciones que, en efecto, leer es un ejercicio crucial y –a fin de cuentas– riesgoso, pues si asumimos a cabalidad nuestra vinculación con el lenguaje nos hallaremos confrontados de un modo ineludible con dilemas éticos fundamentales. ¿Seremos arrastrados por los conspiradores que construyeron las tenebrosas utopías totalitarias de Tlön y Uqbar? ¿Seremos capaces de conocer en qué volumen de una biblioteca infinita se encuentra el sentido del mundo y de nuestra existencia? Estas interrogantes son literarias, es verdad, pero también esencialmente humanas. Y lo son tanto que como Julio Cortázar nos lo sugiere –en aquel celebrado relato en que un hombre es asesinado por los personajes del libro que está leyendo– adentrándonos en la lectura podría acaso jugarse nuestra propia vida.
Leer, por lo tanto, es mucho más que un pasatiempo y una tarea accesoria de la cual podamos prescindir. Interpretar la conciencia que bulle en un texto antiguo o contemporáneo debe ser una tarea a la que hemos de dedicar rigor, pero también sensibilidad, y ha de ser así pues no es un quehacer banal. La lectura nos forma y nos hace gozar, mostrándose, finalmente, como una gracia que nos es acordada y a la que resulta del todo insensato desdeñarla.