Compartimos el artículo de Deborah Delgado Pugley, profesora de Sociología e investigadora invitada en IDEHPUCP, publicado en La Mula.
Cada 9 de agosto se celebra el Día de los Pueblos Indígenas como una manera de conmemorar un diálogo cada vez más productivo entre ellos y los estados del mundo a través de las Naciones Unidas. En 1995 se podía considerar que la lucha por los derechos políticos colectivos de los pueblos indígenas estaba ganando fuerza. La lucha por el respeto y reconocimiento de formas de vivir con horizontes culturales distintos se abría paso en un contexto liberal.
Hoy en toda la región amazónica se demuestran los límites y dolorosos resultados del decaimiento de esta tendencia política. Estos meses hemos escuchado tristes testimonios de muchas muertes de sabios y líderes indígenas en todos los países amazónicos, acompañados por su exclusión colectiva de los sistemas de salud y educación. Llegan noticias de la penetración de mineros ilegales y quemas de bosques en los territorios ubicados en fronteras de expansión agrícola de Brasil y Bolivia notablemente.
Enfrentados a retos socioecológicos, como la expansión de una pandemia, tenemos que pensar en qué retos nos traerán otras crisis prolongadas como ésta. Las consecuencias del cambio climático y la reducción de la biodiversidad van a golpear al subcontinente americano como región y es tiempo de obrar para fortalecer a la Panamazonía y su gente. Si estamos atentos a las lecciones de COVID-19, podemos abordar la crisis climática más informados sobre las consecuencias de la falta de prevención y la inacción.
Siguiendo el análisis de Bill Gates, es sorprendente observar que a pesar de la recesión económica que vivimos no se hayan producido reducciones tan significativas de las emisiones este 2020. La Agencia Internacional de Energía calcula la reducción en 8 por ciento. En términos reales, eso significa que en el planeta se ha liberado el equivalente de alrededor de 47 mil millones de toneladas de carbono, en lugar de 51 mil millones. Esa es una reducción significativa y estaríamos en buena forma si pudiéramos continuar con esa tasa de disminución cada año. Desafortunadamente, no estamos en ese camino.
Para fines de siglo, si el crecimiento de las emisiones se mantiene alto, el cambio climático podría ser responsable de 73 muertes adicionales por cada 100,000 personas. En un escenario de emisiones más bajas, la tasa de mortalidad cae a 10 por 100.000. En otras palabras, para el 2060, el cambio climático podría ser tan letal como el COVID-19, y para el 2100 podría ser cinco veces más letal.
Aquellas personas más expuestas al riesgo están en países, y regiones, en donde el sistema de salud y la infraestructura disponible no permitirá proteger a los ciudadanos de eventos climáticos extremos. A diferencia del coronavirus, para el que tendríamos una vacuna en el 2021, no existe una solución de dos años para el cambio climático. Se necesitarán décadas para desarrollar y desplegar todas las innovaciones en energía limpia que necesitamos. Tanto el cambio de la matriz energética global como la adaptación a los cambios ambientales se tienen que planear y ejecutar con diligencia.
Pensemos en cómo incrementar la solidaridad y tener una comunidad política que permita evitar contextos dramáticos. Pensemos en cómo fortalecer las relaciones sociales de colaboración y los sistemas de conocimiento (tradicional e innovador a la vez) que ya existen y han funcionado para enfrentar este duro contexto. Un sistema que planee y ejecute acciones efectivas depende esencialmente de nuestra capacidad para observar las tendencias y ser solidarios al momento de reaccionar frente a ellas.