Escribe: Elena Alvites[1]
La semana pasada hemos tenido dos hechos de relevancia jurídica que deben llevarnos a la reflexión en torno al papel del Congreso de la República como poder constituido en el actual escenario de pandemia en el que, ciertamente, se requiere tomar decisiones legislativas para garantizar los derechos de las personas.
El primer hecho fue la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) correspondiente al expediente Nº 00006-2020-AI que declaró fundada la demanda contra la Ley 31018[2] y, por ende, inconstitucional la suspensión del cobro de peajes en la red vial nacional, departamental y local concesionada, durante el estado de emergencia nacional declarado a causa del brote del COVID-19[3]. Esta sentencia fue emitida por el TC con el voto unánime de los siete integrantes del colegiado luego de analizar los límites que la Constitución impone al Congreso de la República. En ese marco, el TC consideró que el Congreso de la República, al emplear los medios tecnológicos para cumplir sus funciones durante la pandemia, se encuentra obligado a respectar y garantizar el carácter público de los debates, la deliberación y el voto personal, libre, directo, público e indelegable de los y las congresistas, como una expresión sustantiva del principio democrático recogido en la Constitución[4]. Asimismo, el TC consideró que la suspensión del cobro de peajes afectó el artículo 62 de la Constitución, en particular la libertad contractual, al suspender el contenido contractual pactado por las partes relativo al cobro de peajes, pese al uso de las carreteras incluso en el contexto de la pandemia del COVID-19[5].
Al mismo tiempo que el TC declaraba la inconstitucionalidad de la Ley N 31018, en la madrugada del 25 de agosto, el Congreso de la República aprobó una nueva ley, que probablemente también llegará al TC para que este analice si respeta los límites constitucionales.
Nos referimos a la autógrafa de la de la Ley que establece un régimen especial facultativo de devolución de los aportes para los aportantes activos e inactivos bajo el Decreto Ley 19990 administrados por la Oficina de Normalización Previsional (ONP), que estableció al menos tres formas de entrega de dinero por parte de la ONP a aportantes, exaportantes y pensionistas de este sistema público de seguridad social[6]. Esta decisión tomada por el Congreso de la República es cuestionada, desde el punto de vista constitucional, porque estaría sobrepasando disposiciones de la Constitución respecto de la garantía de intangibilidad de los fondos de seguridad social, prevista en el artículo 12 de la Constitución, y sobre la falta de iniciativa de los congresistas para la creación o el aumento de gasto público, de acuerdo con el artículo 79 del texto constitucional. Esto último se debe a que corresponderá al Estado, empleando recursos públicos, asumir en parte el costo que suponga la implementación de la norma adoptada por el Congreso de la República.
«El escenario de proceso constitucional no tendría que ser entendido solo como el espacio de confrontación en el que los jueces declaran nulos los actos del legislativo que contravinieran la Constitución, sino como un escenario en el que ambos poderes constituidos identifican, dentro de los márgenes de acción y las órdenes de la Constitución, las vías de acción, constitucionales y oportunas, para que el Estado Constitucional responda a las demandas de protección urgencia de la población.»
La Constitución es la norma básica de una comunidad política debido a que busca ordenar el ejercicio del poder para que se ejerza de manera racional y equilibrada. Para ello distribuye competencias y funciones entre distintos órganos del Estado y, por ejemplo, establece, mediante reglas de producción y determinación de materias, qué órganos elaborarán las demás normas del ordenamiento jurídico y cómo y dentro de qué parámetros lo harán. De esa forma, fija límites de corrección funcional. Asimismo, la Constitución, a la vez, expresa el consenso axiológico básico de una comunidad, al reconocer los derechos fundamentales de las personas, que responden a los principios de dignidad e igualdad de los seres humanos. Precisamente, en atención a estos fines y contenido, en los Estados constitucionales y democráticos, la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, fruto del consenso constituyente, y a ella se encuentran sujetos –subordinados– los poderes estatales constituidos, como el Poder Ejecutivo, los distintos órganos jurisdiccionales, el Poder Legislativo y los propios particulares.
La dinámica política de los Estados ha puesto de manifiesto que, para garantizar la supremacía constitucional, un primer paso es enunciarla como principio constitucional con fuerza normativa, como sucede con el artículo 51 de nuestro texto constitucional de 1993. Pero tal reconocimiento no basta: Es necesario articular en torno a la supremacía constitucional garantías específicas. La primera de ellas es la rigidez constitucional, que se expresa en los procedimientos agravados para la reforma constitucional e impide que el legislador ordinario, como poder constituido, cambie fácilmente el consenso básico de la comunidad política previsto en la Constitución. La rigidez del texto constitucional peruano se encuentra dentro de los alcances del artículo 206 de la Constitución que establece dos vías o procedimientos gradualmente agravados para reformar la Constitución.
La segunda garantía de la supremacía constitucional es la justicia constitucional, dentro de la cual tiene especial relevancia el control jurisdiccional de las leyes que, frente a una norma concreta, analizará y corregirá el ejercicio del poder legislativo que se haya apartado de los márgenes formales y materiales previstos en la Constitución. Como sucedió en el caso del Perú con la Ley 31018. No obstante, la actuación de la justicia constitucional puede ser elemento de equilibrio que posibilite que las distintas fuerzas divergentes presentes en el parlamento actúen considerando que forman parte de un poder constituido que se haya sujeto a las normas básicas de la comunidad[7]. La potencial acción de la justicia constitucional, en esa medida, también puede ser una oportunidad para que la representación congresal analice si su actuación política, expresada en una ley, fue insuficiente e inoportuna frente a un contexto que reclama una reforma más profunda. Un ejemplo de ello podría que el Congreso de la República advirtiera y apostara por un serio debate público sobre cómo reformar la protección constitucional y legal del derecho a la seguridad social. Esto, sin perjuicio de identificar y adoptar, en coordinación con el Poder Ejecutivo, medidas concretas de protección social urgente en el actual escenario de pandemia ocasionada por la enfermedad Covid 19.
Desde la primeras horas del constitucionalismo, la actuación del poder legislativo ha conllevado riesgos al equilibrio establecido en la constitución[8], como norma superior. Se ha tratado siempre de un poder constituido que se encontraba limitado por el texto constitucional; sin embargo, al contar con la facultad legislativa, siempre se ha encontrado más tentado a invadir las competencias de los otros poderes e ir más allá de los límites constitucionales[9]. Frente a esta situación, es indudable que la actuación de la justicia constitucional puede contrarrestar los excesos del legislativo. Pero, desde el punto de vista de cooperación entre los distintos órganos del Estado, una representación nacional dispuesta a conducirse con lealtad a la Constitución podría encontrar un complemento en la justicia constitucional. El escenario de proceso constitucional no tendría que ser entendido solo como el espacio de confrontación en el que los jueces declaran nulos los actos del legislativo que contravinieran la Constitución, sino como un escenario en el que ambos poderes constituidos identifican, dentro de los márgenes de acción y las órdenes de la Constitución, las vías de acción, constitucionales y oportunas, para que el Estado Constitucional responda a las demandas de protección urgencia de la población. La gran pregunta es si nuestro Congreso de la República está dispuesto a considerar los límites propios de su poder constitucional y, por lo tanto, a establecer una relación colaborativa con los demás poderes del Estado e, incluso, con el propio TC.