Escribe: Marta Castro*
El pasado 8 de febrero comenzó en Perú la fase I del Plan Nacional de Vacunación COVID-19. Hasta el momento se ha logrado administrar 0.67 dosis por cada 100 habitantes, a diferencia de Chile, que hasta el 24 de febrero había logrado vacunar a casi el 17% de la población, y de Colombia, que solo ha logrado suministrar 0.1 dosis[1]. A este desafío de salud pública se suma el reto sin precedentes del aumento de población refugiada y migrante en los últimos cinco años, especialmente por la crisis de desplazamiento desde Venezuela.
Si bien Perú ha anunciado que vacunará al más de millón de refugiados y migrantes venezolanos que reside en el país, países como Colombia y Chile condicionaron en un primer momento las vacunas al estatus migratorio, lo que supone un riesgo de salud pública y estigmatiza y discrimina a un grupo social altamente vulnerable[2]. El miedo a un efecto llamada –es decir, la posibilidad de que la inclusión de personas en condición migratoria irregular en los planes de vacunación incentive la llegada de más migrantes—ha motivado esas exclusiones. Pero en realidad eso resulta bastante improbable en un contexto de restricciones a la libre movilidad humana y dados los altos costos que implica el movilizarse para la población migrante en situación de vulnerabilidad.
También se ha usado como pretexto las dificultades para identificar, caracterizar y dar seguimiento al estado de salud y vulnerabilidad frente la COVID-19 de migrantes y refugiados indocumentados. A pesar de que tener un mapeo eficiente de la población migrante irregular supone un gran desafío, desde la comunidad internacional han surgido iniciativas para apoyar a los principales países receptores de migrantes y refugiados en la región América Latina y el Caribe, como la alianza entre la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Alianza para las Vacunas (GAVI), mecanismo que busca garantizar un acceso equitativo a la inmunización.
«Si bien los Estados buscan priorizar y proteger a su población nacional, el efecto de excluir a la comunidad migrante y refugiada de los planes de vacunación aumenta las posibilidades de contagio y pone en riesgo la salud pública de toda la población».
A esto se suma el recurso a discursos nacionalistas para evadir la responsabilidad de los Estados de garantizar el derecho universal a la salud. Se habla, así, de priorizar a la población nacional en el calendario de vacunación y se alega que las y los migrantes en situación irregular no están bajo la responsabilidad de los Estados receptores, como si la protección de esta población fuera obligación exclusiva de los gobiernos de origen y fueran ciudadanos de segunda categoría. El resultado de este tipo de discursos es más bien paradójico: si bien los Estados buscan priorizar y proteger a su población nacional, el efecto de excluir a la comunidad migrante y refugiada de los planes de vacunación aumenta las posibilidades de contagio y pone en riesgo la salud pública de toda la población.
La crisis de la pandemia ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de la población migrante y refugiada, especialmente la que proviene de un contexto de crisis como el venezolano, que no se encuentra actualmente protegida por ningún sistema de seguridad social ni por los paquetes de ayuda otorgados a población en condición de pobreza. Las y los migrantes trabajan mayoritariamente en los sectores de servicios y comercio, los más afectados por la crisis económica[3]. El acceso a servicios de salud es limitado, especialmente para los que no cuentan con un documento migratorio. Además, tienen más probabilidades de vivir en condiciones de hacinamiento: 45% de refugiados y migrantes venezolanos comparte la habitación donde duerme con 3 o más personas[4]. Otras barreras, además de la falta de cobertura, limitan el uso integral de servicios de salud como la discriminación, la falta de información o el miedo a la deportación en el caso de migrantes indocumentados[5].
Es por estas razones que los colectivos de migrantes y refugiados son particularmente vulnerables a riesgos de salud. Desde un enfoque de derechos humanos y epidemiológico, condicionar las vacunas al estatus migratorio es una práctica discriminatoria y contraproducente que supone un riesgo para la salud pública. La habilitación de intervenciones de salud pública en zonas fronterizas, las campañas de comunicación sobre el proceso de vacunación accesibles a toda la población, junto con el compromiso de los Estados frente la desconfianza que genera a los migrantes en situación irregular acceder a los servicios de vacunación, serán medidas esenciales para garantizar la inmunización en igualdad de condiciones.