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1 de agosto de 2023

Eleanor Roosevelt sosteniendo una copia de la Declaración Universal de Derechos Humanos (Foto: Colección de Naciones Unidas)

Por Claudio Nash (*)

El año 2023 está marcado por efemérides relevantes. Se cumplen setenta y cinco años desde la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos, cincuenta años de los golpes de estado en Chile y Uruguay, y cuarenta años desde el retorno a la democracia en Argentina. Así, debiera ser un año para debatir sobre el compromiso con los derechos humanos y la democracia. Sin embargo, la realidad es más compleja de lo que podíamos haber imaginado.

Efectivamente, las tres últimas décadas hemos discutido cómo consolidar la democracia y ampliar el reconocimiento y la protección de los derechos humanos. Desafortunadamente, el debate ha cambiado y hoy enfrentamos claros signos de una profunda regresión autoritaria a nivel global y con preocupantes expresiones en latinoamerica. 

Las nuevas formas de autoritarismo se caracterizan, en su gran mayoría, por mantener vigentes las formas de la democracia, pero socavando sus fundamentos. Así, en regímenes apegados formalmente a la regla de mayorías y con una institucionalidad funcionando se dan signos propios de gobiernos autoritarios. Son muchos los ejemplos de países donde instala un discurso antiderechos, se normalizan las violaciones derechos humanos y la impunidad, se legitiman discursos de odio y discriminación, se recurre a la violencia y al populismo penal para enfrentar las desigualdades sociales y sus efectos, y donde la mentira pasa a ser una práctica política habitual y las instituciones renuncian a cumplir con sus obligaciones constitucionales e internacionales. Ello configura un escenario muy complejo para la protección de los derechos humanos.

No es baladí la referencia a la Declaración Universal de Derechos Humanos, ya que dicho instrumento representa el punto de partida de la construcción de un sistema internacional de protección de derechos humanos que venía a complementar la larga tradición de protección constitucional de derechos fundamentales iniciada con los procesos revolucionarios burgueses de fines del siglo XVIII. Ese proceso de profundización y ampliación de la protección de derechos humanos tuvo su expresión en nuevas normativas, mecanismos de supervisión internacional y un enorme movimiento ciudadano capaz de comprometer el actuar de los Estados. Es esa construcción, precisamente, la que hoy está en entredicho.

Por cierto, las amenazas a la protección de derechos humanos no son nuevas. Lo nuevo es el cambio cultural. Con los gobiernos de Trump, Bolsonaro, Orban, entre otros, se ha ido legitimando un discurso que pone en duda la democracia y cuestiona que los derechos humanos representen un acuerdo civilizatorio que compromete a los Estados. Esta tendencia se vio reforzada con la pandemia del COVID-19; así, medidas restrictivas de derechos, autoridades más empoderadas, y poblaciones confinadas y con miedo, hicieron una enorme contribución a las tendencias autoritarias ya presentes a nivel global. En nuestra región, la represión a manifestaciones sociales legítimas es un claro ejemplo de esta deriva autoritaria. 

Este contexto representa un gran desafío para el movimiento de derechos humanos que basa su actuar en un sistema de protección y supervisión dependiente de la voluntad de los Estados. En efecto, seguimos atrapados por el mundo westfaliano donde el Estado es el actor central y los movimientos ciudadanos y organismos de DD.HH. aspiran a presionar a las autoridades para que estas respeten los compromisos que ellas mismas asumen ante instituciones  creadas por ellas mismas. Sin esa voluntad y la disposición de cumplir de buena fe las obligaciones constitucionales e internacionales, es poco lo que queda en pie de la construcción cultural e institucional post II Guerra Mundial.

En este contexto, son dos los desafíos para la protección de los derechos en tiempos autoritarios. Uno de ellos es seguir profundizando y utilizando eficazmente las herramientas del estado de derecho nacional e internacional para registrar y denunciar las violaciones de derechos humanos, activar mecanismos de protección y reparación, y responsabilizar a las autoridades. El segundo desafío, y el más importante, es comenzar a modelar un mundo distinto en el que el respeto de los derechos humanos no dependa de la voluntad de autolimitarse de parte de los Estados, sino que el poder estatal sea limitado de manera heterónoma. Es una difícil tarea, pero es el único camino a mediano y largo plazo para que los derechos humanos, en tanto límites infranqueables para el poder, dejen de ser la promesa incumplida de los últimos dos siglos. La historia así nos lo demanda.

(*) Coordinador académico de la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile.