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Opinión 6 de febrero de 2024

Por Alexander Benites (*)

Durante los primeros años de la década del 2000, Perú experimentó una dualidad particular. Por un lado, el escenario internacional propicio y la relativa estabilidad política interna impulsaron un crecimiento económico que se reflejó en el aumento de la capacidad del Estado y en mejoras notables en diversos indicadores socioeconómicos. Por el otro, este mismo crecimiento fue el catalizador del surgimiento y fortalecimiento de actores ilegales, lo que dio lugar a diversas manifestaciones de criminalidad organizada. Hoy en día solo perdura la sombra de esa coyuntura, y la criminalidad organizada se erige como la principal amenaza frente a los escasos espacios de resistencia que subsisten en la democracia peruana.

La Amazonía y los defensores ambientales se encuentran en riesgo permanente y creciente. El país inició el año 2024 con la triste cifra de 33 defensores de sus territorios y bosques asesinados por la criminalidad organizada, cada vez más vinculada a la minería ilegal del oro. Diversos reportes muestran la preocupante expansión de esta actividad ilícita en las regiones de Madre de Dios, Loreto y Amazonas. Impulsada por el aumento de los precios del mineral, pasando de $350 por onza en el 2003 a $1600 en el 2012, la minería ilegal es la responsable de asesinatos y amenazas a líderes indígenas, así como de la deforestación de más de 23 mil hectáreas de bosques en los últimos tres años. En la actualidad, esta actividad ilícita controla importantes porciones del territorio amazónico aprovechando la limitada presencia territorial del Estado y el debilitamiento de la legislación ambiental.

Desde otro ángulo, con el crecimiento económico también se produjo el incremento de formas de violencia que antes eran escasas y que hoy son un tema de gran preocupación pública: los esquemas de extorsión y sicariato. Estas formas de criminalidad organizada amenazan varios sectores de la economía, con un foco de atención especial en el sector construcción. Esta última es considerada una de las industrias que más se vio beneficiada por el rápido crecimiento económico peruano, con tasas anuales de 7% ente el 2002 y el 2008, y de 10% entre el 2009 y el 2013. Hoy su crecimiento se ha visto estancado, mientras que la violencia, por el contrario, va en aumento. En el año 2023, los datos oficiales registran más de 12 mil denuncias por extorsión y más de 400 crímenes por sicariato a nivel nacional. En el caso de la extorsión, la cifra representa un aumento del 50% respecto de la reportada al cierre del año 2022.

Estos dos casos ejemplifican bien cómo el crimen organizado desafía la autoridad del Estado. No obstante, en numerosas ocasiones, la criminalidad organizada se infiltra en las instituciones públicas de maneras diversas, lo que hace difícil identificar los límites entre una y otra. En el mes de octubre del año 2022, la Fiscalía de la Nación acusó al expresidente Pedro Castillo de liderar una organización criminal. La fiscal de la Nación de entonces, Patricia Benavides, señaló que habían “importantes indicios que apuntaban a Castillo como el cabecilla de una red responsable de los delitos de tráfico de influencias y colusión”. Un año después, la misma Benavides es acusada por el el Equipo Especial de Fiscales contra la Corrupción en el Poder de liderar otra presunta organización criminal junto a 42 congresistas. Ambos ejemplos se suman a una larga lista de casos en los cuales se tiene evidencia de organizaciones criminales que se infiltran en las instituciones del Estado o que incluso se forman dentro de ellas.

La situación descrita acarrea repercusiones en diversos ámbitos. Un Estado con limitaciones para garantizar la seguridad en su territorio, o que es percibido por la opinión pública como influenciado por actores ilegales, pierde su legitimidad y la confianza ciudadana en la capacidad de eficacia del proceso democrático. Todo esto puede propiciar un aumento de la inclinación hacia soluciones simplistas, como medidas autoritarias y posturas políticas extremas.

Esta nota empezó señalando que solo queda la sombra de la coyuntura posterior al contexto transicional a inicios de los 2000. El país se ha alejado sustancialmente de un escenario de tranquilidad política para pasar a uno de conflicto latente, registrando un uso abusivo de mecanismos extremos de control por parte de los actores políticos y el ciclo de protestas más grande de todo el siglo XXI que, producto de la represión estatal, ha dejado un saldo de 50 ciudadanos fallecidos y más de 1700 heridos. A nivel económico, por su parte, si no se toma en cuenta el año 2020 y la pandemia del COVID-19, el 2023 ha sido catalogado como el peor para la economía en más de dos décadas. 

Es verdad que en ocasiones no se le concede el reconocimiento adecuado a los desafíos que las democracias latinoamericanas han logrado sobrellevar, si bien no siempre superar completamente. Por mencionar algunos, se encuentran marcadas desigualdades económicas, pobreza y el poco arraigo de las organizaciones políticas. Sin embargo, el creciente poder de las organizaciones criminales emerge como una llamada de atención, en tanto problemática que supera capacidades de Estados que parecen no hallarse en el mejor momento para hacerle frente.

(*) Politólogo. Coordinador del Área de Relaciones Institucionales y Proyectos del IDEHPUCP.