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25 de noviembre de 2025

Los días miércoles 5 y jueves 6 de noviembre se realizó el Seminario Internacional “La justicia en debate: La interculturalidad ante la violencia de género” organizado por la Maestría en Derechos Humanos de la PUCP, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el IDEHPUCP, el Poder Judicial, con el apoyo de la Agencia de Cooperación Internacional de Corea (KOICA). Durante ambas jornadas, especialistas de la región discutieron cómo se enfrentan las múltiples violencias que atraviesan a las mujeres indígenas y los desafíos urgentes para garantizar su integridad y acceso a la justicia.

En este marco, Laura Saavedra Hernández, investigadora de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, participó en el panel “Múltiples y nuevas violencias de género que afectan los derechos de las mujeres campesinas e indígenas”, junto con la antropóloga Luisa Elvira Belaúnde (UNMSM) y la lideresa indígena Tarcila Rivera Zea, directora de CHIRAPAQ.

Saavedra es doctora en Antropología por el CIESAS-CDMX y miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México. Sus líneas de investigación abarcan la antropología jurídica, el acceso a la justicia de las mujeres indígenas, los derechos humanos y las violencias de género desde una mirada crítica y decolonial. Sobre estos temas, y sobre los desafíos que persisten en la región, conversamos en esta entrevista.

Para contextualizar un poco: ¿cómo podríamos situar el desarrollo de los estudios de género que incluyen a las mujeres indígenas en México?

Pienso que el trabajo que acompañamos desde la academia con las mujeres indígenas parte, sobre todo, de estar cerca de sus procesos organizativos. Nuestro rol ha sido acompañarlas, no dirigirlas. Y es desde ese acompañamiento que también podemos escribir sobre estas experiencias. El hito que marca este vínculo entre academia y organizaciones de mujeres indígenas en México es el surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Aunque antes ya había trabajo desde la antropología feminista —que es donde yo me sitúo—, es en 1994 que intensifica ese acompañamiento.

Cuando surge el EZLN, un grupo de mujeres dentro del movimiento construye la Ley Revolucionaria de las Mujeres. En ese documento, que ellas mismas llaman “ley”, plantean sus demandas y exponen las opresiones que viven desde su experiencia y en sus comunidades. Antes de esto, desde un feminismo más liberal, se hablaba desde una mirada jerárquica e incluso racista: “hay que enseñarles sus derechos, hay que sacarlas de la opresión”. Lo que hace la Ley Revolucionaria es mostrarnos que ellas ya tenían sus propios procesos de lucha, profundamente ligados a sus contextos.

Ese giro abre un acompañamiento distinto: un intercambio de saberes mutuo. Ellas aportan sus saberes colectivos y sus críticas internas a las comunidades; nosotras aportamos la visión más individualizada del derecho. En ese diálogo nos comprendemos mutuamente.

Hoy, las organizaciones de mujeres indígenas, como la Red de Abogadas, trabajan junto con académicas —indígenas y no indígenas— acompañando procesos y aprendiendo de los saberes que ellas comparten. Además, se visibilizan luchas que ya existían, pero que no queríamos ver desde la academia. Ese es el contexto de este diálogo actual entre academia y mujeres indígenas organizadas.

Históricamente el acercamiento a las comunidades indígenas ha sido desde un enfoque de “enseñar, ayudar, salvar”. Para algunas personas es evidente que no es el camino, pero para otras lo es. ¿Cómo se enfrentan las organizaciones de mujeres indígenas a esta visión que antes se recibía con más condescendencia?

México es un país enorme, con luchas muy diversas y con muchos feminismos coexistiendo. No hay un único feminismo: hay uno institucional y hegemónico, sí, pero también hay otros con agendas y ritmos propios. Y, efectivamente, estos campos están en tensión permanente: a veces sabemos dialogar; a veces no, y hay rupturas que pueden afectar, aunque a veces son necesarias.

Hoy, las mujeres organizadas en los distintos pueblos —Tseltales, Oaxaqueños, Purépechas, Rarámuris, Tenek, entre otros— han puesto límites importantes. Han dicho claramente: “Nosotras queremos ser protagonistas de nuestra propia historia.”

La academia crítica lo entiende: sabemos cuándo apoyar, cuándo acompañar desde atrás y cuándo decir “esta es su lucha”. Pero hay quienes aún se sitúan desde la idea de tener “la verdad”, desde una postura todavía muy jerárquica. Así, surgen fricciones por prácticas de poder que antes no veíamos, y muchas veces logramos negociar y dialogar, porque tenemos claro que el sistema patriarcal y colonial es el enemigo común, aunque nos oprime de manera diferenciada.

Las tensiones son necesarias: permiten visibilizar lo que antes se ocultaba. Y también recordarnos que somos humanas, que los movimientos están atravesados por emociones y afectos. Pero a pesar de esas tensiones, hemos logrado unir fuerzas para poner temas en la agenda: violencias contra las mujeres, nuevas formas de violencia ligadas al crimen organizado que afectan fuertemente a las comunidades, y otras problemáticas urgentes.

¿Cómo ha sido el ingreso de académicas indígenas a espacios que históricamente han visto a las comunidades como objeto de estudio?

No ha sido sencillo y es una crítica constante. Hay espacios donde procuramos generar acciones afirmativas en las convocatorias, pero siguen siendo insuficientes.

Hace dos años escribí un artículo sobre mujeres en la ciencia, y señalaba que incluso para las mujeres en general el acceso es desigual, por los roles de cuidado. Mientras algunos colegas escriben sin interrupciones, muchas académicas trabajan entre el cuidado y la investigación, y eso ya nos coloca en desventaja.

Si a eso le sumamos otras opresiones, como la étnica, la desigualdad se multiplica: por cada cien mujeres en la academia, apenas encontramos una mujer indígena. Muy pocos programas ofrecen lugares reservados para estudiantes indígenas. Como docente, veo generaciones enteras sin estudiantes con pertenencia étnica, incluso en programas que tienen convenios con universidades para mujeres indígenas, hay cohortes sin una sola estudiante indígena. Y quienes sí llegan enfrentan barreras adicionales, como el idioma. La academia no es bilingüe. Muchas personas indígenas pueden expresarse mejor en su lengua que en español, pero exigimos que todo sea escrito y evaluado en español. Esto produce un epistemicidio porque no permitimos que sus epistemologías se expresen en su propio idioma. Hace un tiempo, una alumna tseltal me contó que entró a una clase en la que un profesor blanco describía su cultura y que hubo muy poco espacio para que ella hablara desde su propia experiencia. Para ella es un shock, fue muy frustrante, y lo entiendo.

Desde mi posición buscamos acompañar procesos, no imponer. Pero, aun así, una termina siendo intrusa en ciertos espacios.

Usted ha trabajado muy de cerca con comunidades indígenas. ¿Cómo ha sido ese proceso? ¿Cómo maneja las tensiones que pueden surgir, considerando que no todas las personas reciben bien la presencia de investigadoras externas?

Ha sido un proceso fuerte, con varias capas. En las organizaciones con las que he trabajado, la dinámica colectiva facilita la integración: se trabaja colaborativamente, desde un principio muy zapatista que yo valoro mucho: mandar obedeciendo.

Para mí implica participar de todo: si hay que marchar, marcho; si hay que cocinar y lavar trastes, lo hacemos todas juntas. Esa horizontalidad permite construir confianza.

Aun así, una sigue siendo intrusa en ciertos sentidos. Pero con mujeres organizadas ha sido más sencillo. En las comunidades, las mujeres suelen ser muy amables, pero también he recibido críticas fuertes, como las que puede hacer mi alumna cuando revisa escritos míos. Ella me ha señalado muchas cosas desde su perspectiva, y yo lo agradezco, porque así se construye conocimiento: debatiendo, retroalimentando y transformando.

A las mujeres indígenas les habían dicho que no podían escribir sus propias epistemologías, y ahora que saben que sí pueden hacerlo, escriben con fuerza y claridad. Yo valoro que mis textos sirvan para abrir debates, porque para eso escribimos. Es ciencia: nada está terminado y todo debe ser criticado.

En uno de sus trabajos usted señala que se suele ver a las comunidades como espacios salvajes, sin reglas. Eso convive con la folclorización turística, pero cuando se trata de asumir responsabilidades, reaparece la idea colonial de salvajismo. ¿Cómo se enfrenta esto cuando es el Estado el que reproduce esa visión? Por ejemplo, en Perú un ministro de Educación se refirió a las violaciones sistemáticas a niñas Awajún como “costumbres ancestrales”. ¿Cómo enfrentar esta idea de “costumbre ancestral” aplicada a prácticas claramente violentas?

Este ejemplo que me das refleja la enorme complejidad que enfrentan las mujeres indígenas: están siempre en la tensión entre derechos colectivos y derechos individuales.

A veces desde el Estado se usa la palabra “usos y costumbres” para justificar la inacción, bajo la idea de una supuesta interculturalidad que en realidad es profundamente racista y patriarcal. Para mí, hay derechos individuales que no pueden ser negociados frente a ningún “uso y costumbre”.

Además, asumir que solo las comunidades indígenas tienen usos y costumbres es estigmatizante: toda sociedad los tiene. Solo que la condición étnica vuelve ciertas opresiones más cruentas.

En muchos casos, las propias mujeres indígenas están denunciando esas prácticas. El ejemplo de Rossmery Pioc es clarísimo: ella es una mujer de la comunidad ―justamente a la que haces referencia, la comunidad awajún― que dice públicamente que esa práctica viola su dignidad y la de niñas y adolescentes. Cuando una mujer de la comunidad dice “esto nos violenta”, el Estado debe actuar.

En otros casos, el derecho indígena puede ayudar. En Ecuador, por ejemplo, una colega documenta cómo, cuando el Estado permite que el derecho indígena resuelva ciertas violencias, la comunidad puede impartir justicia de manera eficaz y respetuosa. La clave es fortalecer lo que protege a mujeres, niñas y niños, y corregir lo que las vulnera. Ese es el verdadero diálogo intercultural. Pero seguimos atrapados en lógicas coloniales que revictimizan. Cuando al Estado le conviene, los pueblos son “guardianes del territorio”; cuando reclaman derechos, pasan a ser poco menos que niños chiquitos. Por eso es preciso continuar vigilantes para desmantelar el colonialismo, el racismo y el patriarcado. Es lo necesario para poder avanzar.

(*) Periodista. Responsable de prensa del IDEHPUCP.