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Opinión 13 de mayo de 2025

Por Carlos Piccone Camere (*)

Quien tema, ame; que el amor echará fuera el temor
(San Agustín, Confesiones, cap. XXIII)

La esperanza nos hace creer en el futuro
(Byung-Chul Han, Esperanza, p. 23)

Hacia el año 395, Agustín de Tagaste fue consagrado obispo de Hipona, una ciudad portuaria del norte de África atravesada por conflictos doctrinales, tensiones sociales y desafíos pastorales. Después de un temblor interior, aceptó el encargo y lloró, como había llorado en su ordenación sacerdotal pocos años antes. Como había llorado también Mónica, su madre, por la conversión de aquel hijo pródigo. No era miedo ni piedad desbordada: comprendía que el episcopado era, más que un cargo, una carga; más que un ascenso, una kénosis: la disposición a domar el ego a través del servicio. Su elección fue fruto de un discernimiento pastoral en el que convergieron el clero local, la comunidad y las necesidades de una Iglesia apremiada por las circunstancias. Había sido formado en la retórica clásica y en la filosofía escéptica, pero se convirtió al cristianismo por una experiencia intelectual y afectiva que lo transformó de raíz para luego convertirse en un pastor fiel y valiente: nunca abandonó su sede, y permaneció junto a su pueblo aun cuando los vándalos asediaban Hipona. En una fórmula de insólita humildad, resumiría su lugar en la comunidad: “Con ustedes soy cristiano; para ustedes, obispo” (Serm. 340, 1).

Siglos y siglos más tarde, esa misma frase de san Agustín sería pronunciada con fuerza por uno de sus hijos espirituales desde el balcón de San Pedro. Y el hijo también lloró, allí donde lloran todos los papas recién elegidos: en la pequeña sacristía donde, en silencio y de rodillas, se encomienda la nueva misión. Nos lo contaron sus lágrimas, aún atrapadas en las retinas; y ese gesto repetido de tragar saliva para contener la adrenalina del estupor. Robert Francis Prevost, apenas minutos después de ser presentado al mundo como nuevo obispo de Roma, no improvisó esa cita: la había escrito con mano firme, alargando la espera después de la fumata blanca y —sin quererlo— dilatando la tensión de los miles de fieles reunidos en la Plaza de San Pedro y de los millones que, frente a una pantalla, se preguntaban por qué tardaba tanto en aparecer el nuevo obispo de Roma. Lo supimos después, al verlo con el papel en la mano: necesitaba custodiar la serenidad, no dejar que la emoción le nublara la palabra. Y su sonrisa, serena y ligeramente contenida, casi davinciana, confirmó que la atesoraba intacta.

A estas alturas, la prensa internacional ya ha examinado con lupa la vida y obra de León XIV, y lo seguirá haciendo con curiosidad inquisitorial hasta que termine su mandato: qué hizo, qué no hizo, qué deporte practicaba o cuál era su comida favorita. Por lo pronto, el algoritmo no se ha cansado de repetir que es el primer papa nacido en los Estados Unidos y también el primero con nacionalidad peruana —dato confirmado por un DNI que ha circulado con poco pudor de celular en celular. Pero más allá de esa singularidad biográfica, lo que su figura encarna es una síntesis poco común. Formado inicialmente en Matemáticas —disciplina del rigor, del orden, de lo exacto—, continuó su camino intelectual en dos polos aparentemente opuestos: la Catholic Theological Union de Chicago, epicentro de un catolicismo pastoral, dialogante y en clave posconciliar; y el Angelicum de Roma, bastión de la teología tomista y de la sistematización doctrinal. Entre ambas geografías del pensamiento —la frontera y el centro, el discernimiento pastoral y la estructura canónica—, Robert Prevost no optó por una identidad rígida, sino que aprendió el arte de integrar. Conoce la precisión del argumento y la disciplina institucional, pero también la audacia de la vida misionera y la intemperie del fraile mendicante. Parece moverse con la misma naturalidad con mocasines o con botas de riego, en la Santa Sede o en Chulucanas.

Cuando las cortinas del balcón de la basílica del Vaticano se abrieron, apareció un hombre anónimo que supo romper el hielo con una sonrisa. Lo vimos revestido de blanco, muceta, cruz dorada y estola. Lo que no enfocaron las cámaras fueron sus zapatos negros. Custodia de la tradición y continuidad de la reforma. Ese mismo equilibrio del trapecista que pisa con firmeza sobre el cable tenso entre la tradición y el presente se refleja en su biografía pastoral. Enviado como misionero agustino al Perú durante los años ochenta, vivió por más de tres décadas entre Piura, Lambayeque y La Libertad, en medio de una pobreza estructural y una violencia social que, más que discursos, clamaban por presencia, soporte y ánimo. Fue párroco, formador, vicario judicial y, finalmente, obispo de Chiclayo. Aprendió no solo la lengua, sino también el ritmo vital de una Iglesia periférica. Y cuando fue llamado a Roma como prefecto del Dicasterio para los Obispos, no dejó atrás esa historia: la convirtió en parte de su voz. En su primera alocución, habló en italiano y bendijo en latín, pero también saludó en español a su querida diócesis de Chiclayo.

Aunque con excepciones de Leones no ejemplares, el papa Prevost parece asumir el legado ético de quienes ejercieron el ministerio petrino con fidelidad crítica en contextos de revoluciones y de cambios epocales. Desde san León I Magno, que enfrentó a Atila, el huno, en medio del colapso imperial, pasando por León IX, reformador de estructuras en una Iglesia fragmentada por la corrupción del poder feudal, hasta León XIII, arquitecto de la Doctrina Social de la Iglesia en plena ebullición industrial, con la firme condena de “la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría” (Rerum novarum, 1). Cuánto ha pasado desde entonces. Y cuánto, en el fondo, sigue igual.

Convocado por el papa Francisco, la Iglesia celebra este año el Jubileo de la Esperanza. Y no parece haber palabra más adecuada para describir el espíritu que comienza a respirarse con este nuevo pontificado. Esperanza, mejor que optimismo, porque “a diferencia de la esperanza, el optimismo carece de toda negatividad. Desconoce la duda y la desesperación” (Han, Esperanza, p. 19). La biografía de Prevost no debe ser ‘hagiograficada’. Haría daño pretender un papado sin arrugas; no se hace un favor el construir la imagen de un obispo perfecto. Necesitamos un papa que dude, como Pedro, pero que luego camine firme sobre las aguas, aferrado a la mano de Cristo.

En una época marcada por la polarización y la urgencia de nexos de unión, su pontificado se anuncia —con sobriedad evangélica— como el de un hacedor de puentes, desde el sentido más literal y profundo del término pontífice. No ha esbozado aún un programa explícito. Pero hay gestos, silencios y palabras inaugurales que ya interpelan y permiten que brote la esperanza. Quizá, para este tiempo, baste con eso. Porque, parafraseando aquella frase que hiciera suya Golda Meir, el pesimismo es un lujo que, en tiempos recios, nadie se puede permitir.

(*) Docente en el Departamento Académico de Teología de la PUCP y doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad de Londres.