Poco antes del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, que se conmemora hoy, el Congreso decidió despojar al Estado de algunos de sus más importantes instrumentos para la lucha contra ese tipo de violencia. El medio elegido para eso fue la aprobación en el Pleno de una norma que lleva el nombre de “Nueva Ley de Igualdad de Oportunidades entre Mujeres y Hombres”, pero que en realidad no es más que un dispositivo para eliminar el enfoque de género de todas las normas, políticas y programas del Estado. La prueba de que el único objetivo de la norma es destruir esas políticas sin que importen las consecuencias es que la nueva ley no propone ni mucho menos desarrolla ninguna otra estrategia más allá de una invocación, en ningún momento explicitada, a “la ciencia”.
Las motivaciones que han impulsado esta norma, propuesta por una congresista de Renovación Popular, son por lo menos de tres clases. Por un lado, como fundamentación más explícita, se encuentra una idea supersticiosa de “la ciencia”, que no se apoya en realidad en ningún corpus de investigación acreditado por la comunidad científica internacional ni nacional. Por otro lado, el rechazo al enfoque de género se basa en una mezcla de dogmas religiosos e ideología reaccionaria que se pretende hacer pasar por verdades incuestionables. Pero esas son orientaciones puramente sectarias, que no son necesariamente compartidas por la mayoría de congresistas. Y es que lo que realmente aglutina el apoyo que ha permitido aprobar esta norma es una orientación compartida por las diversas bancadas hacia el desmantelamiento de las instituciones democráticas y las normas y políticas en las que ellas se sustentan.
Las consecuencias que tendrá esta norma, de ser promulgada por el Ejecutivo, han sido advertidas por diversas voces. Es evidente la intención de anular las políticas que garanticen derechos referidos a la diversidad de géneros; es decir, se trata de una acción frontalmente dirigida a la desprotección de derechos ciudadanos, en particular de la población LGTBI. Y es posible que, para el fermento ideológico que anima esta medida, eso haya sido el principal objetivo. Pero siendo eso muy grave y condenable en sí mismo, hay muchas más consecuencias que se traducen en el debilitamiento o la paralización de la lucha contra la violencia sexual contra niñas y adolescentes, la supresión de políticas para combatir la violencia contra mujeres, la eliminación, vía desfinanciamiento, de una diversidad de programas que capacitan a funcionarios, e incluso personal policial y judicial, para garantizar y cumplir los derechos de las mujeres que habitualmente están bajo amenaza por una suerte de factores históricos y estructurales.
Lo que tenemos, entonces, es el triunfo transitorio de la ideología y del autoritarismo por sobre el proyecto de inclusión y de garantías de derechos para toda la población. Esta es una norma que profundiza el desmantelamiento de la democracia y que, como varias otras, pone al Estado peruano al margen de importantes compromisos internacionales.
Tal vez sea quimérico exigir al Poder Ejecutivo que en este caso opte por convicciones democráticas antes que por el espíritu de cuerpo regresivo que sustenta a la coalición en el poder. Pero este es un tema más sobre el que la sociedad civil debe pronunciarse con firmeza y asumir la determinación de corregir semejante arbitrariedad cuando la democracia peruana vuelva a funcionar como lo que debe ser: un régimen orientado a garantizar los derechos de la ciudadanía, no a realizar las fantasías arcaicas de una ínfima minoría en el poder.



