Por Carlos Piccone Camere (*)
El 22 de octubre, tras una vida larga, marcada por generosidad, lucidez y un compromiso profundo con la justicia social, falleció Gustavo Gutiérrez, uno de los pensadores más influyentes en la teología contemporánea. Su obra fue vital para que la Iglesia latinoamericana redirigiera sus focos de luz, desplazando la atención de la ortodoxia doctrinal y los debates filosóficos hacia las realidades concretas de los pobres y los marginados. Gutiérrez no solo amplió el horizonte de la reflexión teológica, sino que transformó la praxis pastoral, abriendo espacios donde la fe y la justicia social convergen en un llamado urgente a la acción. Su opción preferencial por los pobres no solo desafió las estructuras eclesiales, sino que representó una revolución dentro de la misma Iglesia, alentando un compromiso cristiano con los más vulnerables en un contexto de profundas desigualdades y crisis sociales en América Latina.
Solo unas semanas después, el 6 de noviembre, Donald Trump se presentó ante miles de seguidores que lo aclamaban por su rotunda victoria para un nuevo mandato presidencial en los Estados Unidos de América. Quizá el momento más revelador de su discurso fuese su interpretación providencialista del atentado sufrido el pasado 13 de julio. Con absoluta convicción, declaró: “Dios me salvó la vida por una razón; y esa razón fue salvar a nuestro país y restaurar la grandeza de América.” Esta narrativa, de marcado tono mesiánico, dotaba a su figura de un aura casi sagrada, proyectando su liderazgo como la realización de un destino predeterminado y elevando su papel de presidente a una misión de redención nacional.
El retorno anacrónico del connubio entre política y religión, representado de manera paradigmática en Trump, ha sido un fenómeno clave para entender el atractivo de su figura entre buena parte del electorado estadounidense. A pesar de sus posturas xenófobas, misóginas, clasistas e imperialistas, un factor decisivo ha sido su postura sobre el aborto, definida como “pro-vida”. Sin embargo, ser genuinamente pro-vida debería implicar una postura ética consistente, que no se limite al debate sobre el comienzo de la vida humana, sino que se extienda a una defensa de la misma en todas sus etapas. Este enfoque integral, anunciado y defendido proféticamente por Gustavo Gutiérrez, subraya que la verdadera opción por la vida exige un compromiso continuo con la dignidad humana, que trasciende doctrinas, religiones e ideologías.
Frente a estos dos momentos históricos tan dispares, se nos invita a reflexionar sobre el papel de la religión y la espiritualidad en la vida pública. ¿La fe, tal como la entendía Gutiérrez, nos llama a la humildad, al compromiso social y a la justicia? ¿O puede, como en el caso de Trump, convertirse en un recurso más dentro del arsenal de la retórica política? La providencia, entendida como la voluntad divina para con la humanidad, ¿resuena más en el servicio a los más necesitados, o se convierte en una plataforma para justificar liderazgos personales? Estos contrastes nos recuerdan que los valores de una sociedad, especialmente aquellos fundados en creencias religiosas, pueden ser una fuerza para la construcción de un mundo más equitativo o, por el contrario, ser manipulados para profundizar divisiones y fomentar personalismos.
El legado de Gustavo Gutiérrez nos enseña que la auténtica grandeza de la fe radica en su capacidad para transformar estructuras y no en el ensalzamiento de figuras individuales. En un contexto global donde el poder y la religión se entrelazan a menudo en discursos mesiánicos, su mensaje sigue siendo un llamado urgente a vivir la fe como una fuerza para la inclusión y la justicia, no como una plataforma para el personalismo y la división. Su vida y obra nos interpelan a construir el Reino de Dios desde una sociedad que gire en torno a la defensa y promoción de la dignidad de cada ser humano, y no a intereses individuales o agendas de poder.
(*) Docente en el Departamento de Teología de la PUCP, doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad de Londres, magíster y licenciado en Historia de la Iglesia por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, así como magíster en Historia Hispánica por la Universidad Jaime I de Valencia.