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Opinión 10 de junio de 2025

Por Fernando Bravo Alarcón (*)

En este mes de junio, a propósito del Día Mundial del Medio Ambiente, surgen diversos comentarios, reflexiones y pronósticos, no siempre alentadores, respecto de las políticas públicas en dicha materia, del estado situacional de nuestros ecosistemas y de qué tanto el Perú está dispuesto a tomar en serio los compromisos climáticos derivados de los acuerdos internacionales.

Llama la atención que algunos sigan sorprendiéndose por la falta de voluntad política y de seriedad con que los agentes gubernamentales responden a problemas ambientales que exigen acciones decididas, o por la debilidad de los consensos globales que la comunidad internacional alguna vez logró articular. Sobre lo primero, existen muchos casos que demuestran que la voluntad política es un bien bastante escaso cuando se trata de adoptar decisiones en torno al cambio climático, la contaminación o la degradación de ecosistemas: el recordado paquetazo ambiental de 2014, el derrame de petróleo hasta hoy no remediado  de Repsol en 2022, las nocivas modificaciones de la Ley Forestal en 2023, el debilitamiento del Servicio Nacional de Certificación Ambiental en 2024 y los recientes asesinatos de líderes conservacionistas en territorios indígenas, todos ellos son expresivos del progresivo deterioro de nuestra gestión ambiental. 

Por el lado ciudadano, las cosas no van mejor: las encuestas que preguntan por los principales problemas del país apenas registran mención de las cuestiones ambientales, diagnóstico coherente con el hecho de que los peruanos otorgan prioridad al empleo, la seguridad ciudadana o la lucha contra la corrupción. Para decirlo de otra manera, ¿cuándo los tópicos ambientales fueron importantes o cuándo recibieron un firme empuje sin subordinarlos a decisiones en materia extractiva o productiva? En una sociedad donde la ecología y los asuntos climáticos no se convierten en una causa ciudadana movilizadora, no existen incentivos para que los políticos los privilegien.

Así, parecería que los sorprendidos actores ecologistas (expertos, académicos, influencers, activistas, etc.) nunca hubieran interactuado con políticos, empresarios y funcionarios públicos, muy conocidos por subordinar las decisiones proambientales a la productividad, la competitividad, las inversiones privadas y el crecimiento económico. Recuérdese, si no, el malhadado destino corrido por el denominado Acuerdo de Escazú, que en 2020 enfrentó una corrosiva campaña adversa por parte de una coalición política y empresarial conservadora bajo el argumento de que su ratificación atentaría contra la soberanía nacional y restaría seguridad jurídica a las inversiones y actividades económicas del país. No pudieron evitar la aprobación de la Ley 30754, Ley marco sobre cambio climático, en 2018, pero sí lograron que el Congreso de la República rechazara en dos oportunidades ratificar el referido instrumento.

En cuanto a los consensos globales en pro de una agenda climática, no es nada nueva la distancia entre los discursos de gran compromiso y las febles acciones contra el calentamiento global. La pobreza de los acuerdos logrados en las sucesivas conferencias de las partes (COP) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático ha sido muy decepcionante para los científicos, activistas y políticos contrarios a la primacía de los combustibles fósiles. A decir verdad, la presencia en dichos cónclaves de líderes negacionistas o de gobernantes reticentes con la ciencia climática no es el factor determinante para la ralentización de las acciones en pro del clima: son las propias autoridades identificadas con las causas ambientales las que abdican de sus posiciones originales con tal de obtener algo que mostrar tras las negociaciones. La deslucida COP 29 de 2024, por ejemplo, estuvo precedida por otras conferencias que no se atrevieron a cortar con los combustibles de efecto invernadero o a adoptar decisiones audaces y firmes, coherentes con su aparentemente comprometido ambientalismo. El Acuerdo de París, suscrito en la COP 21 de 2015, suena hoy solamente a un grato recuerdo, sin mencionar aquellas otras conferencias realizadas en países anfitriones con poca ambición climática e infiltradas con lobistas de la industria gasífera y petrolera.

Toda posición conservacionista debe tener presente que su agenda se enfrenta a creencias muy arraigadas, tales como: a) que las políticas ambientales afectan el crecimiento económico y la competitividad, b) que los temas ambientales-climáticos no son un problema importante o urgente para la sociedad, y c) que la identificación de los políticos con dichas causas es más calculada, oportunista, y a veces demagógica, que genuina.

Sorprenderse y lamentarse es una reacción comprensible, éticamente plausible, pero políticamente poco productiva y recomendable si lo que se busca es impacto real de aquello a lo que uno se adhiere. La batalla de persuasión y convencimiento será larga y tortuosa. En el ámbito científico las evidencias sobre los problemas ambientales y climáticos y la necesidad de remediación y respuesta pueden ser contundentes. El nudo está en la dimensión de la política, el poder y los intereses, que es para algunos una dimensión desconocida.

(*) Sociólogo y docente de la PUCP