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8 de agosto de 2023

Foto: RPP.

A ocho meses de instalado el gobierno de Dina Boluarte el devenir de esa gestión y su rumbo futuro están más rodeados por interrogantes que por certezas. Esta incertidumbre política viene acompañada de un alto nivel de desaprobación hacia la presidenta [1], elemento compartido con otros ex presidentes en el pasado. La situación actual, sin embargo, es mucho más preocupante debido al agudo escenario de conflictividad, iniciado en los primeros meses de su gobierno, y la tensión social que se mantiene vigente. Así, en menos de un año, la cifra de más de 60 fallecidos en el marco de las protestas ha develado una respuesta estatal y predisposición autoritaria desde el Estado que, si bien no era nueva, abre una necesaria discusión sobre los factores que la moldean y su vínculo con la crisis política en la que se encuentra el Perú.

Esas son algunas de las interrogantes que se abordan en el artículo Los legados de la violencia política: El conflicto armado interno y sus vínculos con la respuesta del estado en el Perú, publicado en el último número de la revista Argumentos del Instituto de Estudios Peruanos (IEP). En él se plantea que, en el caso peruano, la respuesta estatal autoritaria que se despliega en momentos de conflicto político se encuentra moldeada por lo sucedido durante el Conflicto Armado Interno (CAI), entre 1980 y 2000, y esto, a su vez, es manifestación del estancamiento democrático en el que se encuentra el país. Para ello, se realizó una revisión de los datos y sucesos que caracterizaron el nivel de violencia ejercido durante el CAI y la respuesta de las fuerzas del orden. Paralelamente, para analizar el desarrollo de las protestas y el posicionamiento del Estado entre finales del 2022 e inicios de 2023, se llevó a cabo un recojo de información mucho más continuo y actualizado, integrando normativa, reportes periodísticos e informes de organismos nacionales e internacionales publicados entre diciembre y abril del presente año.

En ese sentido, el trabajo identifica un conjunto de patrones que, a pesar de las diferencias temporales entre ambos periodos, muestran una variedad de similitudes en lo que respecta al uso de la fuerza en la respuesta del Estado. Si bien no se busca equiparar a dos episodios marcados por circunstancias políticas y sociales distintas, es necesario resaltar la continuidad de prácticas que impactan sobre los derechos fundamentales de las y los ciudadanos, en unos más que en otros. 

Una de las características que más resalta es el factor étnico-racial que marca el despliegue de la respuesta estatal. La gran mayoría de las 49 personas fallecidas y miles de heridos durante los enfrentamientos con las fuerzas del orden se ubican, principalmente, en regiones del centro y sur del país. Todo ello se repite si se analiza la intensidad del uso excesivo y desproporcionado del Estado para atender el conflicto en regiones. Diversos informes registran que, durante las protestas en Arequipa y Apurímac el 11 y 12 de diciembre, en Ayacucho el 15 de diciembre y en Puno el 9 de enero, las fuerzas del orden realizaron disparos arbitrarios y llegaron a emplear armas de fuego clasificadas como parte del armamento de guerra, lo cual contraviene leyes, lineamientos y reglamentos que regulan el uso de armas y el accionar del Estado en asuntos de control interno.

Resulta difícil no desvincular lo descrito anteriormente con el diagnóstico que dio la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) en su Informe Final sobre lo sucedido en el CAI, en el que se reveló que la gran mayoría de las 70 mil víctimas fatales vivían en zonas rurales, hablaban quechua u otra lengua nativa y tenían niveles educativos inferiores al secundario. Fueron estos sectores los más afectados por las estrategias contrasubversivas aplicada por el Estado, quien cedió el control territorial de las zonas de emergencia a las Fuerzas Armadas y se aplicó una represión masiva e indiscriminada bajo la definición de un “enemigo interno” que incluía a cualquier persona o grupo que tuviera ideas consideradas subversivas, lo cual no permitía distinguir a grupos terroristas de población civil.

La instrumentalización de esta narrativa por parte del Estado se mantiene vigente, aunque adaptada al contexto actual de las protestas. Por un lado, desde el registro de las primeras víctimas se buscó responsabilizar (todavía sin pruebas) a supuestos grupos subversivos o con intereses ilegales o extranjeros que estaban presentes en las movilizaciones azuzando a la población. Al mismo tiempo, la caracterización de este “enemigo” fue empleado como justificación para que continúe el uso excesivo de fuerza, se apliquen medidas restrictivas como la declaración de Estados de emergencia y se desestimen severas denuncias de violación de derechos humanos hacia manifestantes, periodistas e incluso de personas que no participaron en protestas y también resultaron afectadas.

Este tipo de respuesta del Estado durante manifestaciones en determinados sectores, así como el silenciamiento hacia posturas críticas, constituyen legados autoritarios que son manifestación del  estancamiento democrático en el que se encuentra el país, entendiéndose como una situación de degradación del sistema político y, con ello, el reemplazo del diálogo y articulación entre actores y organizaciones que representen efectivamente las demandas e intereses de los diversos grupos sociales por la fuerza. Este término ha sido empleado para describir la situación de otras democracias en América Latina; no obstante, en el caso peruano, en su sentido más amplio, el estancamiento democrático parece vincularse también con prácticas institucionalizadas de estigmatización y criminalización de índole étnico-racial hacia los manifestantes, y la poca disposición del gobierno de reconocer las demandas políticos y sociales de estos sectores de la ciudadanía.

La reciente respuesta del gobierno a las movilizaciones que se dieron durante las fiestas patrias, así como los operativos previos de control de identidad que desplegó la Policía [2] – que impidió el libre tránsito de los ciudadanos en el país- evidencian que, para entender la vigencia de los legados autoritarios y la preponderancia de actores políticos y funcionarios con estas posturas, resulta necesario examinar y analizar los acontecimientos del periodo de violencia, y cómo este mantiene impactos en las relaciones Estado-sociedad. A veinte años de la publicación del Informe Final, es necesario mirar en retrospectiva la trayectoria de nuestro país siendo conscientes que, sin el reconocimiento de los efectos del periodo de violencia en la actualidad, el bucle de inestabilidad, exclusión y no reconocimiento del otro es un riesgo permanente.

(*) Asistente del Área de Relaciones Institucionales y Proyectos del IDEHPUCP.


[1] Según encuestas realizadas por IPSOS y el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) entre la segunda y tercera semana de julio del presente año.