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Análisis 20 de junio de 2025

Por: Alessandra Enrico (*)

Cada 20 de junio se conmemora el Día Mundial del Refugiado, una fecha establecida por las Naciones Unidas en 2001 para marcar el 50 aniversario de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951. Más allá de su dimensión conmemorativa, este día nos invita a poner en el centro la realidad de millones de personas que se han visto forzadas a huir de sus hogares ante contextos cada vez más complejos y diversos, en busca de protección para sus vidas, su libertad o su dignidad. Es también una oportunidad para cuestionar los límites del régimen internacional de protección y preguntarnos si las herramientas que tenemos hoy están realmente a la altura de los desafíos actuales.

En un contexto global atravesado por el avance de fuerzas de extrema derecha, discursos antinmigrantes, desplazamientos forzados a gran escala y una notable reducción de los recursos de cooperación internacional, fortalecer el asilo se presenta como una tarea ineludible. Reafirmarlo como institución jurídica, derecho humano y expresión concreta de solidaridad y resistencia es clave para responder a los desafíos actuales con justicia y coherencia.

Así, resulta imprescindible repensar la protección internacional desde una perspectiva crítica. La Convención de 1951, aunque fundamental, nació con limitaciones evidentes: fue redactada en un contexto eurocéntrico, con un alcance temporal y geográfico limitado. Es decir, fue únicamente ofrecida a personas que huyeron como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y en Europa. Como señala Thomaz (2018), la categoría de refugiado fue concebida principalmente para proteger a europeos que huían de regímenes totalitarios, lo que explica su visión política restringida. Desde sus orígenes, esta definición resultó poco adecuada para las realidades de regiones como África y América Latina, donde los desplazamientos responden a causas múltiples que escapan a las categorías tradicionales del derecho internacional.

En esa línea, la imagen del refugiado durante las primeras dos décadas del régimen global se construyó como la de un hombre blanco y anticomunista (Chimni, 1998, en Thomaz, 2018) , definido por un contexto político y económico particular. Este refugiado no era una persona cualquiera, sino un héroe político cuya resistencia a regímenes opresivos, especialmente comunistas, legitimaba su derecho a protección internacional (Thomaz, 2018). Así, la legitimidad para recibir asilo se basaba en criterios como ser hombre, blanco, europeo o, en general, proveniente del norte global, y estar políticamente alineado con los valores occidentales (Chimni, 2024).

Frente a estas limitaciones, otras regiones del mundo han generado marcos jurídicos más amplios y adecuados a sus propias realidades. La Convención de la Organización de la Unidad Africana de 1969 sobre los Aspectos Específicos de los Problemas de los Refugiados en África, y la Declaración de Cartagena sobre Refugiados de 1984 en América Latina, ampliaron de forma significativa la definición de refugiado e introdujeron enfoques colectivos, más contextualizados y sensibles a los conflictos regionales, las violencias generalizadas y otras causas de desplazamiento forzado.

Estos instrumentos no solo han contribuido al desarrollo del Derecho internacional de los refugiados, sino que han ampliado de manera significativa la protección legal brindada a las personas refugiadas. Al mismo tiempo, nos recuerdan que dicha protección no puede seguir pensándose únicamente desde la perspectiva de los países del norte global, sino que debe construirse desde realidades diversas y responder a los contextos específicos de quienes han sido forzados a huir. Reconocer y fortalecer estas otras expresiones de protección es un acto de justicia epistemológica y una necesidad urgente en un mundo donde las causas del desplazamiento forzado son cada vez más diversas, interconectadas, y donde las garantías de protección legal son, paradójicamente, cada vez más restringidas.

En este Día Mundial del Refugiado, honrar la memoria y las trayectorias de las personas refugiadas debe ir acompañado de un ejercicio crítico con capacidad de generar un impacto real. Este ejercicio debe contemplar una doble mirada: la de quienes diseñan e implementan políticas desde arriba, y la de quienes viven el desarraigo en primera persona, desde abajo.

Desde una aproximación de arriba hacia abajo (top-down approach), urge cuestionar el régimen global de refugiados y las nuevas formas de evasión de obligaciones internacionales adoptadas, paradójicamente, por países que fueron impulsores de la Convención de 1951. Hoy enfrentamos políticas cada vez más sofisticadas de contención y exclusión: externalización de fronteras (como en México y Guatemala), acuerdos de tercer país seguro (UE-Turquía, Reino Unido-Ruanda), restricciones bajo el discurso de “rutas seguras y regulares” (como en el Reino Unido), y mecanismos de inadmisión que no solo consideran la nacionalidad, sino incluso la forma de pensar y expresarse, como se está evidenciando en Estados Unidos. A ello se suman las devoluciones en caliente, que vulneran de forma directa el principio de no devolución (non-refoulement), una norma imperativa del derecho internacional.

De esta manera, este análisis también debe interpelar las decisiones estatales en los países del sur. A pesar de que regiones como América Latina y África han desarrollado marcos jurídicos más amplios y contextualizados —como la Declaración de Cartagena, que, aunque surgió como un instrumento de soft law, ha sido incorporada voluntariamente en al menos 15 legislaciones nacionales en América Latina, o la Convención de la OUA de 1969, que amplía la definición de persona refugiada en el contexto africano—, persiste una tendencia preocupante. Incluso en estos mismos contextos, se continúa priorizando la Convención de 1951 y se aplican de forma rígida y reduccionista los marcos jurídicos más amplios emanados de la región.

Más preocupante aún es la tendencia que se consolida actualmente en América Latina, donde el asilo y la protección de refugiados está siendo reemplazado por mecanismos temporales, que replican prácticas del norte global y terminan restringiendo los prospectos a largo plazo e integración para las personas refugiadas[1]. Aunque estas medidas pueden ofrecer alivio inmediato, no están estandarizadas, no tienen mecanismos claros de seguimiento y no garantizan estabilidad a futuro. Lo más preocupante es que muchas personas refugiadas que terminan accediendo a estas vías alternativas y temporales quedan atrapadas en una limbo legal (Cook-Martín, 2019; Menjívar, 2006), moviéndose entre la regularidad e irregularidad migratoria, sin acceder a la protección internacional que les correspondería.

Este cambio político y legal muestra un alejamiento cada vez más evidente de los compromisos internacionales de protección, no solo respecto de la Convención de 1951, sino —y quizás más preocupante aún— de marcos desarrollados en la propia región, como la Declaración de Cartagena o la Convención de la OUA. Estos instrumentos fueron pensados precisamente para responder a realidades como las que hoy enfrentamos y que no encajan en las categorías tradicionales de la Convención de 1951, pero cuyo resultado es el mismo: brinda protección internacional a quienes se han desplazado por la fuerza, y tiene una vocación en el largo plazo.

De otro lado, desde una perspectiva de abajo hacia arriba (bottom-up approach), es fundamental escuchar y poner al centro las voces y experiencias de las personas desplazadas por la fuerza. No se trata solo de reconocerlas como titulares de derechos, sino de entender que son actores políticos, con agencia, saberes y estrategias propias, que deben ser tomadas en cuenta en la formulación del derecho y las políticas migratorias (Parmar, 2008).

Desde un enfoque crítico como el que propone TWAIL[2] (Third World Approaches to International Law), repensar la protección internacional exige cuestionar no solo quién define el derecho, sino también desde dónde se define y a quiénes deja fuera. Los países del sur no pueden seguir siendo vistos únicamente como territorio de aplicación de normas pensadas para otros contextos. Las experiencias de las personas desplazadas por la fuerza en América Latina, África y otras regiones deben servir para reimaginar un régimen de protección verdaderamente inclusivo, contextualizado y justo.

De esta manera, defender el asilo como derecho implica no solo resistir los retrocesos legales y políticos, sino también abrir espacio para respuestas más humanas, coherentes con las realidades de nuestra región y construidas desde la experiencia viva del desarraigo. Solo así podremos avanzar hacia una protección internacional que no reproduzca las jerarquías del sistema internacional, sino que se construya con quienes más la necesitan, desde sus propias voces y experiencias.

Este es el camino correcto: no medidas temporales que esquivan responsabilidades, sino marcos de protección que reconozcan la dignidad, la historia y la agencia de las personas desplazadas por la fuerza. Y lo más importante: no partimos de cero. Ya contamos con instrumentos jurídicos y experiencias regionales que han demostrado ser más justas y adecuadas a nuestras realidades. Lo que falta no es creatividad normativa, sino voluntad política para aplicarlos con coherencia y compromiso.

Conmemorar el Día Mundial del Refugiado es una oportunidad para ir más allá de la reflexión y renovar el compromiso con respuestas reales y duraderas. La región ya cuenta con respuestas valiosas e institucionalizadas en marcos jurídicos sólidos nacidos de sus propias experiencias, que ofrecen caminos más justos y adecuados para responder al desplazamiento forzado. Fortalecer el asilo en su dimensión de protección de refugiados implica también resistir peligrosas tendencias temporales que buscan limitar su alcance y reducir su capacidad de respuesta. Implementar efectivamente instrumentos como la definición ampliada de Cartagena, y garantizar que las voces de las personas desplazadas sean parte activa en la formulación de políticas, no solo fortalece el sistema de protección de personas refugiadas, sino que lo vuelve más justo, más humano y verdaderamente conectado con las realidades que pretende abordar.

(*) Profesora de Derecho Internacional en la PUCP y candidata a DPhil en Estudios de Migración en la Universidad de Oxford. Afiliada al Centre on Migration, Policy and Society (COMPAS) y al Refugee Studies Centre de la Universidad de Oxford.

BIBLIOGRAFÍA

Chimni, B. S. (2024). Three approaches to the 1951 convention: The case for a dialectical approach. Journal of Refugee Studies, feae011. https://doi.org/10.1093/jrs/feae011

Cook-Martín, D. (2019). Temp Nations? A Research Agenda on Migration, Temporariness, and Membership. American Behavioral Scientist, 63(9), 1389–1403. https://doi.org/10.1177/0002764219835247

Menjívar, C. (2006). Liminal Legality: Salvadoran and Guatemalan Immigrants’ Lives in the United States. American Journal of Sociology, 111(4), 999–1037. https://doi.org/10.1086/499509

Parmar, P. (2008). TWAIL: An Epistemological Inquiry. International Community Law Review, 10(4), 363–370. https://doi.org/10.1163/157181208X361421

Thomaz, D. (2018). What’s in a Category? The Politics of Not Being a Refugee. Social & Legal Studies, 27(2), 200–218. https://doi.org/10.1177/0964663917746488


[1] Por ejemplo, véase: Directiva de Protección Temporal de la Unión Europea; Temporary Protective Status de Estados Unidos;

[2] TWAIL (Third World Approaches to International Law) es una perspectiva crítica de Derecho que examina cómo el derecho internacional ha sido diseñado por potencias occidentales, promoviendo desigualdades y excluyendo las voces del países del sur. Apuesta por una justicia internacional más inclusiva y equitativa.