Por Marcos I. Galván Ramos (*)
¿Qué es lo que realmente importa? ¿Que una persona te sea leal o que solo te haga creer que es leal? En el mismo sentido, ¿qué es lo que realmente importa? ¿Que el Estado te proteja o que solo te haga sentir protegido/a?
El aumento de penas no es más que una promesa de sanción incapaz de hacerse cargo de la reducción o prevención de criminalidad. Es solo una intención legislativa con apariencia de severidad y autoridad, pero que, en realidad, resulta inservible en tiempos de violencia. Una clara muestra se expone al revisar el modo en que se lo ha utilizado frente a la extorsión. El artículo 200 del Código Penal que regula dicho delito patrimonial ha sido modificado ocho (08) veces entre el 2001 y el 2023 para endurecer la pena de prisión, criminalizar nuevas modalidades e insertar agravantes. Sumado a ello, se advierten complementos punitivos contra la extorsión como la creación de los delitos de marcaje (2012) y de sicariato (2015). Fueron propuestas galopantes que no funcionaron, pues el fenómeno extorsivo siguió evolucionando de la peor forma en el norte del país y después en la capital.
Paradójicamente, el aumento de penas y la extorsión tienen algo en común. Ambos se basan en la administración del miedo y el escarmiento para direccionar comportamientos. La diferencia es que la extorsión es individual e interpersonal; atemoriza y se vale de la comunicación y el acceso directo a las personas para mortificarlas y dañarlas con efectividad cuando no se someten a cobros ilícitos. Por su parte, el aumento de penas es una advertencia colectiva de castigo desvinculada de intervenciones fácticas frente a la dinámica de la extorsión, resultando débil para la percepción los actores delictivos. Su incidencia es especulativa pues se confía en una posible desmotivación o desactivación de actitudes violentas a partir de simples amenazas punitivas. Detrás de esta medida no existe ninguna fundamentación empírica.
Cabe resaltar que la amenaza, el riesgo y la afrenta forman parte estructural de la cultura de la violencia. Las biografías delictivas se organizan sobre la base de experiencias hostilmente desafiantes por lo cual una advertencia punitiva para personajes avezados resulta poco menos que lenguaje cotidiano que no produce conmoción alguna. No impacta. Muchas veces, incluso, la propia experiencia carcelaria es asumida como un símbolo de distinción.
En este marco, la persistencia en el aumento de penas frente a la extorsión se presenta, en efecto, como una estrategia, pero está rotundamente desvinculada de objetivos para neutralizar el fenómeno delictivo. Se trataría más bien de una estrategia desenfocada que intenta compensar la zozobra social con placebos securitarios de presunta/aparente mayor prisión. A saber, hacer sentir seguridad antes que realmente brindar seguridad. Lo que comúnmente se denomina populismo o populacherismo punitivo.
Lo propio se debe decir sobre la incorporación de nuevos delitos vinculados con actos extorsivos (terrorismo urbano, criminalidad sistemática, etc.), y el intento de reducir la mayoría de edad penal. No hay motivo para crear un nuevo marco legal cuando el actual ya cubre toda tipología extorsiva y conductas conexas y presenta, además, un agravante cualificado cuando se promueve la intervención de un menor de edad. Ya se cuenta con un marco punitivo repetidamente endurecido (durante más de veinte años), y no existe ningún vacío, laguna o imprecisión legal que impida al Estado hacer uso de este para perseguir, investigar o sancionar el fenómeno. Con ello, la cantidad de pena debe asumirse como un tópico secundario, y se debe focalizar más bien en las reglas de persecución práctica, lamentablemente debilitadas en los últimos meses (dificultad en allanamientos, complejización del concepto de crimen organizado, etc.)
Mover los cimientos de la política penal peruana es un recurso trillado que no ha dado resultados frente a crímenes violentos como la extorsión (quizá sí funcione contra delitos de cuello blanco por el perfil de los actores). Continuar con la misma estrategia evidencia un suspicaz régimen de administración de los miedos, pero no precisamente para disuadir actores delictivos -aunque así sea presentado-, sino para generar falsas sensaciones de seguridad en la ciudadanía, aprovechando el pánico que la avasalla día a día. El miedo queda convertido en un botín político.
(*) Profesor de criminología