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Análisis 15 de octubre de 2024

Por Marcos I. Galván Ramos (*)

La extorsión es una modalidad delictiva especialmente atractiva, y no solo para estructuras criminales complejas, sino también para agrupaciones o individuos con temprana trayectoria de desviación. Y es que se trata de un delito patrimonial alevoso (para usar términos penalistas).

La ejecución de una extorsión permite que el actor delictivo actúe sobre seguro, sin comprometer identidad, presencia física o integridad, a diferencia del robo o el secuestro. Tampoco requiere sofisticación técnica como los hurtos o fraudes informáticos; aunque se parece a estos por la posibilidad de actuar a distancia y de forma sostenida. Ya sea desde prisión o desde territorio extranjero, es posible lucrar con la sola administración del miedo de las víctimas; y más ahora cuando la tecnología ofrece mayores canales para espiar, amenazar o cobrar. A estas ventajas se suma el gran universo de víctimas lucrativas al alcance (desde ambulantes hasta empresas), y la posibilidad de someterlas a todas a la vez.

Si nos trasladamos al escenario limeño de bandas y organizaciones criminales, la convulsión se agudiza. Las ventajas de la extorsión son capitalizadas con creces por las cúpulas. Su capacidad logística para implementar el negocio permite garantizar un gran alcance territorial, victimológico y lucrativo. Podrá instalarse en el territorio y combatir por el mismo; alcanzar nuevas víctimas con mayor solvencia y sostenerlas como rehenes extorsivos; diversificar modalidades (marcajes estratégicos, préstamos ilícitos, captación de milicias urbanas, toma de terrenos, activación de mercados negros); y ejecutar advertencias o ajustes de cuentas cuando se requiera (seguimiento, amedrentamientos, sicariato). 

Si bien existen algunas labores conexas a la extorsión que requieren eventual exposición pública, estas jamás serán perpetradas por líderes o mandos altos de una estructura criminal. Enviar un video, cobrar presencialmente un cupo, colocar un explosivo o ejecutar la muerte de alguien son prácticas a cargo de miembros de bajo rango, fácilmente reemplazables o manejables con códigos de silencio, sobornos, chantajes o amenazas, dentro o fuera de una prisión; a saber, su captura no resultará necesariamente relevante para la investigación criminal. 

Los mandos altos -o intermedios de confianza- actúan para negociar territorios con otros líderes o formar alianzas con otras estructuras delictivas o con el propio Estado (sobornos, cupos, impunidades, etc.). No se descarta -si no actúan desde una prisión- su participación directa en negociaciones forzadas con líderes gremiales, grupos empresariales u otras directivas que resulten atractivas para sus fines ilícitos. Estos diálogos van legitimando la extorsión como régimen. El feroz bullying urbano se normaliza en los territorios tomados bajo el nombre de servicios de seguridad, organización urbana, mantenimiento de paz pública, etc.; como ocurre en el norte del país donde la ciudadanía ya asimiló la presencia extorsiva como parte del ecosistema público.  

Se trata entonces de un delito aprovechable por su clandestinidad. Los actores delictivos tienen una motivación especial para migrar hacia la extorsión, en vez de continuar con despojos o asedios violentos en zonas públicas con gran riesgo de identificación y captura. No parece ser casualidad que la población urbana victimizada por intento de robo en Lima Metropolitana, según el INEI, haya disminuido del 10.4% al 8% al comparar los periodos marzo-agosto 2023/marzo-agosto 2024. La extorsión sería ahora el rubro más cotizado, aunque de difícil medición por el miedo a reportarla en registros de denuncia o encuestas.

Paradójicamente, la sobreexposición mediática del fenómeno, de la facilidad de su comisión y de la debilidad gubernamental para atenderlo, puede haberle generado mayor fama. No se trata de direccionamiento, se trata más bien de una difusión inevitable. 

En Lima acontece una reacción en cadena. Diversos grupos habrían incursionado en la extorsión en nuevos y viejos territorios. Con ello, la disputa por espacios, precios y víctimas habría desencadenado un espiral de violencia en varias direcciones (disputa por rehenes, competencia por demostración de violencia, nuevos negocios afectados). Una expansión que el vecino siente cada vez más cerca, pues de a pocos va alcanzado a su mercado, a su colegio, a su realidad cotidiana.

(*) Abogado por la UNMSM, Magíster en Criminología por la Universidad para la Cooperación Internacional de Costa Rica; Master en Sociología Jurídico-Penal por la Universidad de Barcelona. Asesor de Investigación en la PUCP, profesor de Derecho Penal en la Universidad de Lima y Docente del Máster en Derecho Penitenciario de Cuestión Carcelaria de la Universidad de Barcelona.