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Análisis 17 de diciembre de 2024

Por Carlos Piccone Camere (*) 

En el 80.º aniversario del radiomensaje Benignitas et humanitas del papa Pío XII, pronunciado en la Navidad de 1944, la memoria de sus palabras resuena con una vigencia implacable: “Navidad es la fiesta de la dignidad humana”. Aquel mensaje, nacido en una Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial, sigue atravesando fronteras, hallando eco en otros lugares marcados por el sufrimiento, como Ucrania, Siria, Yemen, el Sahel, Afganistán, Sudán y, especialmente, Gaza, cuya resonancia simbólica se intensifica al ser la tierra de Jesús, en el corazón mismo de la celebración navideña.

El relato bíblico de la Navidad, aunque envuelto en un mensaje de esperanza, ha estado intrínsecamente vinculado a la violencia desde sus orígenes. La Sagrada Familia transita por un paisaje marcado por la hostilidad: el censo impuesto por el emperador, que expone a María y José a la vulnerabilidad de Belén; la persecución de Herodes, que revela la instrumentalización de la religión con fines políticos; y la huida a Egipto, que convierte al Hijo de Dios en un migrante marginal, moviéndose entre las periferias geográficas y existenciales, sin tener un lugar donde reclinar la cabeza. Estos episodios, cargados de tensiones políticas y desplazamientos forzados, sitúan el nacimiento de Jesús en un contexto que resuena profundamente con las tragedias contemporáneas de la región que lo vio nacer. En Gaza, las cifras son devastadoras: decenas de miles de muertos y desplazados, un sufrimiento colectivo que parece desafiar cualquier esperanza de reconciliación. Las imágenes de destrucción contrastan de manera implacable con las visiones idílicas de Belén que la tradición cristiana evoca cada diciembre. En un lugar que debería simbolizar la unión entre lo humano y lo divino, la realidad abofetea sin piedad, ofreciendo una narrativa alterna, en la que la dignidad humana se erige como un ideal constantemente amenazado.

La historia de la humanidad ha estado marcada tanto por el conflicto como por el deseo de paz. Uno de los episodios más célebres que manifiesta esta dualidad es la Tregua de Navidad de 1914 durante la Primera Guerra Mundial. En medio de la brutalidad de la guerra de trincheras, soldados británicos y alemanes decidieron suspender temporalmente sus hostilidades para compartir una Navidad improvisada. En este alto al fuego espontáneo, se cantaron villancicos, se intercambiaron regalos e incluso se jugaron partidos de fútbol en las frías trincheras. Este episodio, junto con otros momentos similares en diferentes contextos, revela un anhelo profundo de vivir, que desafía la lógica de la guerra y, aunque breve, se levanta frente a las fuerzas que promueven la violencia y la división.

La Navidad, en este sentido, no es una evasión ni una ilusión ingenua. Es, más bien, un prisma a través del cual observar nuestras contradicciones. Desde el pesebre hasta Gaza, la tensión entre la promesa de paz y la realidad del sufrimiento humano no ha desaparecido. Y quizá ese sea el punto: no ignorar el conflicto, sino verlo a través de una lente que nos obliga a pensar en nuestra capacidad –y responsabilidad– de imaginar un futuro diferente.

Los himnos litúrgicos en la semana previa a la Navidad son verdaderos llamados a la acción: “Ven, ven, Señor, no tardes” porque “La pena que la tierra soportaba» necesita el consuelo del «Ya muy cercano Emmanuel». Por eso, se canta a voz en cuello: «¡Cielos, lloved vuestra justicia! ¡Ábrete, tierra, haz germinar al Salvador”. Son gritos de anhelo por un orden más justo, que no solo celebre la llegada del Salvador, sino que también inspire un compromiso activo con la construcción de la paz y la justicia en la tierra. 

Estos himnos, cargados de significado, pueden leerse como un recordatorio de que la espera de la Navidad no es pasiva. Al contrario, es una llamada a que, como comunidad y como individuos, reconozcamos la urgencia de responder al sufrimiento y a la injusticia. En lugar de ver la Navidad como un tiempo de consumismo y ostentación, es necesario recuperar su esencia profética, una que desafíe a las estructuras de injusticia, indolencia y corrupción.

Cantar villancicos en un contexto de rearme y conflictos no es solo un gesto nostálgico, sino una declaración de resistencia. Es un recordatorio de que, a pesar de las adversidades, el anhelo de paz ha persistido a lo largo de la historia humana, incluso en sus momentos más oscuros. En este marco, cobra especial relevancia lo que Gustavo Gutiérrez escribió en la Nochebuena de 1992, un año crucial en la lucha contra el terrorismo en nuestro país: “La luz no está al final del túnel; se halla en las mismas personas que transitan por él. A ellas les toca iluminarlo” ( “Como luciérnagas”, La República, 24 de diciembre de 1992).

Finalmente, disculpando la cita extensa, vale la pena retomar un pasaje del radiomensaje del papa Pío XII, citado al inicio: “Si jamás una generación ha tenido que sentir en el fondo de la conciencia el grito: ‘Guerra a la guerra’, esa es, sin duda alguna, la actual. Pasando, como ha pasado, a través de un océano de sangre y de lágrimas, cual, tal vez, nunca conocieron los tiempos pretéritos, ha vivido sus indecibles atrocidades tan intensamente, que el recuerdo de tantos horrores tendrá que quedársele estampado en la memoria y hasta en lo más profundo del alma, como la imagen de un infierno, del que, quienquiera que nutre en su corazón sentimientos de humanidad, no podrá jamás tener ansia más ardiente que la de cerrar sus puertas para siempre”. La Navidad es, pues, la expresión del firme deseo de la humanidad de cerrar las puertas del infierno para no volverlas a abrir jamás.

(*) Docente en el Departamento Académico de Teología de la PUCP, doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad de Londres, magíster y licenciado en Historia de la Iglesia por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, así como magíster en Historia Hispánica por la Universidad Jaime I de Valencia.