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28 de octubre de 2025

Por lo menos desde el año 2023 el Congreso de la República viene imponiendo, siempre con la colaboración del Poder Ejecutivo, leyes que protegen al crimen organizado al quitar al Ministerio Público y al Poder Judicial las herramientas para investigarlo y sancionarlo.

Ese continuo, incluso sistemático activismo procrimen del Poder Legislativo solo es comparable, en cuanto a sus efectos destructivos para el país, con las normas que da para destruir la institucionalidad democrática. De hecho, hay vasos comunicantes entre un propósito y otro. Para impedir que la justicia combata efectivamente al crimen —y en particular a la criminalidad organizada— se necesita tener un control sobre las instituciones del Estado de Derecho, es decir, limitar o anular su independencia. Eso es lo que hace el Congreso en una escalada autoritaria cuyo punto de llegada puede ser, en cuanto a secuestro de instituciones, la captura del sistema electoral.

Es por ello que medidas como el estado de emergencia recién declarado, con toque de queda o sin él, no pasan de ser gestos demagógicos o simplemente cosméticos, inclusive peor que eso: gestos que son actos, pero cuyo resultado no es debilitar al crimen organizado, sino únicamente poner en riesgo la vida y los derechos fundamentales de la población. (Ya se ha señalado, por lo demás, la inocultable relación entre esta declaración de emergencia y el interés del gobierno en impedir, criminalizándola, la movilización ciudadana).

La única forma en que se podría creer en una verdadera intención de combatir el crimen sería que el gobierno se embarcara inmediatamente en promover la derogatoria de esa serie de leyes antes mencionadas. No está de más recordar que al comenzar las protestas de transportistas por la inacción o la inoperancia del gobierno frente a las bandas extorsivas un punto central de la agenda era que se derogara la ley que impide o dificulta procesar a los miembros de esas bandas mediante la figura de organización criminal.  Esa norma, sin embargo, solo es una de muchas, entre las que se cuentan normas que reducen los plazos de prescripción, que dificultan el uso de colaboradores eficaces, que excluyen de la categoría de crimen organizado delitos como fraude a la administración pública y corrupción privada, que entorpecen las operaciones de allanamiento al exigir la presencia física del acusado y varias más.

Estamos, en suma, ante una demanda muy específica que exige respuestas muy concretas. Mientras no haya ninguna acción dirigida a desmontar este sistema de protección a una diversidad de actividades ilegales, varias de las cuales se traducen diariamente en asesinatos y afectaciones muy graves a los derechos de la población, la actitud del gobierno no habrá variado en ningún sentido creíble.