Escribe: César Azabache Caracciolo (*)
No deja de deslumbrarme una frase que Mauricio Zavaleta propuso en junio de 2021 en una columna que escribió para El Comercio: “el consenso del 2000 se agotó y ya no alumbra”, dijo. Ahí hay una primera pista para entender dónde estamos. Ha terminado el ciclo institucional que se instaló con la transición de Valentín Paniagua. Estamos en medio de una transición hacia no sabemos dónde. El vacío que se abre con eso tiene una serie de dimensiones. Pero entre ellas destaca aquella que ha hecho posible que Pedro Castillo llegue a la presidencia y haga a partir de ella lo que está haciendo.
El ciclo que ha terminado nació con un discurso oficial anticorrupción que las revelaciones de Odebrecht desmitificaron. Esa confianza parece ahora producto de una ingenuidad burlada. Después de Valentín Paniagua la presidencia de la república ha seguido siendo entre nosotros lo que parece haber sido a lo largo de toda la historia de la república: un espacio en el que los asuntos públicos se entremezclan con negocios e intereses privados. Lo nuevo ha sido que, en paralelo, en relativo silencio y sin que se note, el periodo abrió espacio para el progresivo crecimiento de una serie de colectivos locales y regionales que encontraron que la política podía funcionar como un espacio para tomar el control de los fondos distribuidos desde el gobierno central a las regiones, provincias y distritos para obras públicas. Progresivamente esos sectores se encontraron con otros que, desde las economías informales, crecieron lo suficiente como para necesitar protección política. Por ejemplo, los mineros ilegales, los transportistas informales y los dueños de universidades que no pudieron licenciarse. La informalidad del entorno en que se mueven coloca a estos sectores por debajo del radar de las prohibiciones de financiamiento irregular de la política aprobadas en agosto de 2019. Juntos, y desde la semiclandestinidad, estos sectores han horadado el espacio que el consenso del 2000 creyó reservado para los partidos políticos en forma, hasta devorarlo. En este proceso, la representación ha sido progresivamente fagocitada por la gestión abierta de intereses privados, hasta ser sustituida casi por completo.
Parece claro ahora que la eclosión definitiva del sistema se produjo con la elección del Congreso corto del 2020. En el 2019, cuando Vizcarra cerró el Congreso elegido en el 2016, nadie predijo el extremo hasta el que se adelgazaría la representación a partir del siguiente ciclo. El sentido del proceso solo quedó en evidencia en noviembre de 2020, cuando la mayoría intentó imponer a Merino como presidente de la República. De varias maneras la elección de Castillo en 2021 proviene de la misma tendencia. Castillo era originalmente solo un pretexto de Perú Libre para colocar congresistas en un parlamento que se ha convertido en un canal de simple gestión de proyectos y transferencias presupuestarias para obras. Colocado en la presidencia, la desviación se convirtió en regla.
Castillo proviene de un grupo de interés en particular, el de los maestros que quieren arrancarle al SUTEP el control de la Derrama Magisterial. Con ocasión de la campaña su entorno se amplió para incorporar a los compatriotas que le donaron fondos, a los que en enero de 2022 reconoció haber recibido en Sarratea (H13); quizá son los mismos que aparecen en los fragmentos de las declaraciones de Pacheco y Villaverde que llegan a medios cada tanto. Contribuciones a la campaña contra puestos públicos y negocios. De ahí a la abundancia de casos que están apareciendo –seis al cerrar estas notas– en solo un año de gobierno. La lista está aún abierta, pero la rapacidad es ya evidente.
Los casos Castillo ponen en evidencia que el cáncer que enfrentamos ha hecho metástasis. La forma en que la corrupción nos impregna no a va cesar solo sacando a Castillo del gobierno, sea cual sea la vía por la que salga. Castillo representa una forma de aproximarse a la política. Y esa forma de aproximarse a la política se puede estar reproduciendo ahora mismo en la renovación de autoridades regionales y locales que se avecina. De hecho, la oferta electoral que tenemos delante parece formada sin solución de continuidad con el proceso que desembocó en las elecciones generales de 2021. El riesgo de estarnos transfundiendo sangre ya envenenada es, entonces, muy alto. Aunque resulte la salida más segura de la crisis, también existe el riesgo de anticipar las elecciones generales solamente para reproducir el mismo esquema o de reabrir el Senado únicamente para elevar de rango este tráfico generalizado de influencia.
Estamos atrapados en un ambiente impregnado por el clientelismo y la corrupción. En este entorno Castillo es solamente nuestro problema más urgente, no el único. Salir de Castillo sería solamente el evento con el que debemos fijar los fundamentos para empezar de nuevo sin caer en lo mismo.
(*)Abogado penalista. Exprocurador anticorrupción. Director de Azabache Caracciolo Abogados.